“Párese acá, frente a esta palangana. Ahora gire la cabeza y mire sobre su hombro derecho. ¿Ve la imagen de esa mujer desnuda y con la cara cubierta con un paño negro? Bueno, mírela fijo. No le saque los ojos de encima. Ahora saque su pene y orine en la palangana”.
La pieza apestaba a incienso y estaba en penumbras. Era una casa de medio pelo en un barrio de San Rafael. El que daba las instrucciones era un tipo de unos 45 años, de mediana estatura, con el pelo teñido de un negro azabache que le llegaba a los hombros a su paciente, estaba vestido con una camisola, unas babuchas blancas y unas ojotas de $10, que permitían ver unas uñas bastante sucias.

El paciente era un hombre que debía tener cerca de 35 años, estaba nervioso y sudaba de tal forma que su camisa estaba totalmente empapada.

Imprevistamente el manosanta ordenó: “¡Pare, pare!”. El “meón” se quejó: “¡No puedo! ¡Usted me dijo que no orinara al levantarme y me viniera directo para acá!”. Casi gritando el curandero insistió: “¡Le digo que pare! ¡Ahora mismo!”.

El pobre hombre se enroscó sobre sí mismo, trenzó las piernas, gimió y mientras se mojaba en espasmos el calzoncillo comenzó a enderezarse.

“Mire el color del orín. ¡Violeta! A usted le han hecho un gran mal y si no hacemos algo rápido y drástico, su mujer, tal como dice, lo va a abandonar”.

El paciente sollozó, un poco por el diagnóstico y otro tanto por su vejiga inflamada, y preguntó: “¿Qué tengo que hacer?”. El curandero le indicó que debía buscar una bombacha de su mujer, “la más diminuta que tenga y que esté sin lavar”, debía colocarla dentro de uno de los zapatos que el infortunado iba a usar ese día y andar así por la vida durante las siguientes 48 horas, con la bombacha como plantilla. “Después me viene a ver. Esto es muy efectivo. Ya lo va a comprobar usted mismo”, le aseguró.

Este manosanta sanrafaelino tenía una clientela bastante numerosa que le aseguraba ingresos muy interesantes. Para la época en que este angustiado marido estaba haciéndose atender, allá por el 2004, había varias personas en tratamiento. A esa habitación, en la que se mezclaban santos y cristos con imágenes paganas, concurrían entre otros un hombre de 50 años que quería dejar de fumar y que debía masticar colillas de cigarrillos durante todo el día. “El pucho tiene que haber sido fumado hasta el final. Saque alguno de algún cenicero”. Más dudosa y repugnante era la terapia que aplicaba con una jovencita de 17 años con un leve retraso mental que era llevada por su madre para que olvidara a “un chico que no le conviene y que la hace sufrir”. Mientras la madre esperaba en una pequeña antesala, el Maestro, como se hacía llamar, hacía desnudar totalmente a la chica y la acariciaba, pasándole las manos de arriba hacia abajo, argumentando que debía “quitar del cuerpo a ese muchacho que le hace mal”.

Pero volvamos al paciente de tan particular plantilla en su zapato. A los dos días, con el pie derecho ampollado por culpa de la bombacha, volvió angustiado a la casa del manosanta:

–No está funcionando. Mi mujer insiste en que se va a ir de casa, dijo.

–No se preocupe, hombre, ¡tenga fe! –le replicó el Maestro–. A ver. Párese acá, mire hacia la imagen de la mujer sobre el hombro derecho y orine en la palangana. El paciente iba a protestar, pero estaba tan desesperado que eligió obedecer.

–¡Mire, mire, el orín, es naranja! –Así era–.

–¿Y eso que significa?”, preguntó el paciente mientras guardaba su aparato.

–Que vamos muy bien, a pesar de que usted no lo note. Ahora la bombacha la va a poner en el otro zapato y va a andar así otras 48 horas. Ya va a ver que con eso su mujer se termina de calmar.

El tipo entregó los $100 de la consulta y se fue. Pero a la mañana siguiente, rengueando con la mayor rapidez posible, llegó de nuevo a golpear la puerta de su “salvador”, que salió de adentro despeinado y en bata.

–¿Qué pasa?, preguntó de malhumor.

–¡No funciona, no funciona; mi mujer se va!

El sanador se restregó los ojos para quitarse las lagañas y dijo: “¡No puede ser! A ver, pase”. Y le hizo repetir la ceremonia del orín. “Tal como le dije. ¡Ahora es verde! Esto está funcionando a la perfección”. Exaltado el cliente replicó: “¡Qué va a funcionar a la perfección! ¡Esta mañana mi mujer hizo los bolsos y cuando me venía para acá ya había pedido un taxi!”. El hombre se sacó el zapato izquierdo, sacó la bombacha, la tiró en la palangana y salió a la calle todavía con un pie descalzo. Después empezó a correr hacia el que había sido su nido de amor.

Unos meses después el manosanta y su paciente volvieron a verse, pero en los Tribunales de San Rafael. El primero estaba siendo juzgado por el abuso sexual de una de sus pacientes; el segundo, al igual que el fumador empedernido, era uno de los testigos de la causa. La condena fue de 8 años de prisión. Las declaraciones fueron contundentes en contra del imputado y también hubo algunos elementos secuestrados en la casa del manosanta que lo comprometieron seriamente, entre ellos, unos frascos con anilinas de colores y una palangana maloliente.