Acto fallido

En ocasión del centenario del nacimiento de Freud, Lacan da una conferencia que se inicia así: “Quiero comenzar diciendo aquello que, por aparecer bajo el nombre de Freud, supera el tiempo de su aparición, y escamotea su verdad hasta en su revelación misma: el nombre de Freud significa alegría”.

Siempre me gustó ese comienzo. La alegría cifrada en el nombre es, también, la alegría que produce lo que ese nombre significa: el descubrimiento del inconsciente. Y es una alegría porque implica la posibilidad de un más allá del Yo, la posibilidad de un más allá de lo que creemos que somos. “Si la experiencia freudiana nos aporta algo”, dice Lacan, “es que estamos determinados por esas leyes del inconsciente más allá de nosotros mismos, más allá de nuestros asideros auto conceptuales”, o sea, más allá del Yo. Un más allá del espejo, un otro lado del espejo: como Alicia. Desde las coordenadas de siempre hacia otra cosa. Algo por venir con lo que el sujeto se hallará del otro lado del espejo. Esa es, según creo, la alegría cifrada en el nombre Freud.

Por eso los textos fundamentales de su autobiografía, y los canónicos en materia de inconsciente, son los textos en los que Freud apela al recurso de la letra, los textos en los que se trata de leer eso que se dice más allá del Yo: La interpretación de los sueños, El chiste y su relación con lo inconsciente y Psicopatología de la vida cotidiana. Lo que se lee ahí es cómo se producen los hallazgos, las ocurrencias, el ingenio, la chispa a partir de las condensaciones y los desplazamientos, de las cifras y los deslices, de los olvidos y los lapsus, los desatinos y los tropiezos. En definitiva: un universo de lenguaje cuyas múltiples combinaciones nos arrojan una verdad que no queríamos saber, una verdad nueva, una pequeña iluminación en medio de la opacidad de lo ya-sabido y repetido.

La alegría es también la alegría del despertar del adormecimiento, de la anestesia, del embotamiento en los que nos sumerge la cadencia mántrica del Yo. La alegría de ese instante en el que se nos abre un mundo, aunque se vuelva a fugar otra vez. La alegría de la ocurrencia y del ingenio, de la risa y del llanto involuntarios. La alegría de la irrupción, la alegría de la interrupción de ese continuo impasse de la inhibición. Cuando el inconsciente irrumpe, algo se corta, algo se discontinúa y nos alivia, incluso cuando lo que se revele ahí sea una verdad dolorosa. La verdad, entonces, no se revela por la observación, emerge por la interpretación. Tiene otros modos, otros medios que los del sentido común, y conviene entonces que lo que guíe una interpretación no sea, como lo señala Lacan, la pregunta “¿qué quiere decir eso?” sino “¿qué es lo que, al decir, eso quiere? ¿Dónde está la falla de lo que se dice?”. Eso falla, eso dice.

“Quiero comenzar diciendo aquello que, por aparecer bajo el nombre de Freud, supera el tiempo de su aparición, y escamotea su verdad hasta en su revelación misma: el nombre de Freud significa alegría”

La  originalidad de Freud, según Lacan, es el “recurso a la letra”. Dice que es la sal de su descubrimiento y de la práctica analítica. Y si el psicoanálisis sigue vivo es, justamente, porque la lengua está viva. Todo el asunto es el siguiente: “¿Cuál es ese otro que habla en el sujeto y del cual el sujeto no es ni amo ni semejante, cuál es ese  otro que habla en él?”. Uno no sabe lo que dice: tal es el sujeto inédito que funda Freud. No se trata de lo irracional, sino de una nueva razón: la razón inconsciente. Como dice Jorge Jinkis: el sujeto “subsiste en la contingencia histórica de los fallidos, accidentes, tropiezos y fracasos que desgarran lo que se llama realidad”. Nuestra vida cotidiana está plagada de pequeños tropiezos, olvidos, lapsus, actos fallidos. Porque el inconsciente, como dice Ritvo, “es siempre el tropiezo, la falla, el tartamudeo, el murmullo del cuerpo interrumpido durante un instante en su habitualidad”.

El tropiezo en la lengua puede hacer, muchas veces, tropezar un cuerpo. Y en ese tropiezo se encuentra algo nuevo, algo que no estaba. Por eso Freud escribió la psicopatología de la vida cotidiana y mostró que nada de eso escapa al “individuo normal”. Olvidar unas llaves, tomar un subte para el otro lado, decir una palabra por otra, olvidar un nombre, los deslices en la escritura, en la lectura, etc., responden al gobierno del inconsciente, a que en eso no hacemos lo que queremos. Cuando se dedicó a divulgar el psicoanálisis en sus conferencias, optó por inaugurar la serie con los actos fallidos a los que les dio prioridad. Y es que le servían para mostrar, de manera sencilla, fenómenos que todos hemos vivenciado -“No quise decir eso”, “no fue mi intención” son acaso los manotazos de ahogado del yo-.

A esta altura del siglo XXI, aún hay resistencia al descubrimiento freudiano. No digo ya a la práctica del psicoanálisis, sino a la existencia misma del inconsciente. Los actos fallidos son vividos, por muchos, como un error fatal -hay personas que se llevan pésimamente con el error- y en lugar de leer algo ahí, tienden a su rechazo cabal. Que en esos pequeños errores se aloja una verdad y que esa verdad podría conducirnos, muchas veces, a lugares un poco menos tortuosos, no es una idea a la que siempre se le presta atención. Que los actos fallidos son por fin ese modo de horadar la maciza piedra que se llama Yo es una idea que no siempre gusta. A veces algunos encuentran más fácil descartar esas irrupciones, desestimar esas interrupciones. Apartarlas como se aparta una mosca. Pero el inconsciente no traiciona y, en cambio, insiste como ese pequeño insecto molesto. Lo que se aparta por acá, aparece por allá: sólo se trata de estar dispuestos a escuchar algo más que un zumbido. Es en ese sentido que Lacan dijo: “Todo acto fallido es un discurso logrado, incluso bastante bellamente construido”. Si hay algo bello es la retórica del inconsciente, que subvierte las buenas formas y funda su propio bien decir. No hay decir sin falla, no hay decir sino desde la falla.

En Fallar otra vez -editado por Gris tormenta-, Alan Pauls, hablando  de la escritura y de la corrección, dice: “hay que fallar una y otra vez, siempre, como si no hubiera otra manera de hacer las cosas. Porque la repetición es la evidencia de que la falla no depende de la voluntad; no se elige y por lo tanto es inútil aplacarla, encauzarla o detenerla. Pues bien, ese error en el que no dejamos de caer no es cualquier error. Es nuestro error, tiene la forma y la consistencia y el sabor y la temperatura y el ritmo de nuestro deseo, nuestra imaginación, nuestras alucinaciones, nuestras ideas descabelladas sobre escribir y sobre el mundo acerca del cual escribimos”- Virginia Cosin, a propósito de su lectura del libro de Alan Pauls, recordó que alguna vez dio un curso llamado “Escribir como acto fallido”-. Pauls dice que “la solución, la única solución es profundizar el problema, desplegarlo como un mapa. Porque un problema es eso: el mapa de una cierta manera de hacer algo con un lenguaje”. Lo dice de la escritura y de la literatura, pero se escucha, también, el sonido de un análisis.

Quizás, pienso ahora, un análisis tampoco corrige, como dice Pauls, en el sentido de una moral del bien -“la corrección culpabilizada supone siempre un Deber Ser contra cuya vara medimos nuestros logros y nuestras imposibilidades”-, sino que despliega y recorre ese mapa para poblarlo, no de certezas, sino de balbuceos y tartamudeos, de vacilaciones y de tropiezos. Y es que no falla lo que decimos, sino que la falla es la que nos hace decir.

AK