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Ahora sí, la muerte del autor

Después de ver Lo mejor está por venir, la última película de Nanni Moretti, volví a pensar en estos textos sobre la muerte del autor que ya cité hace unas semanas. A veces pienso que una nunca deja de estar obsesionada con los autores que leyó en la universidad, o en donde sea que una leyera en los primeros años de la formación intelectual, como una nunca deja de estar obsesionada con sus padres o con las cosas que pasaban en la infancia cuando el tiempo iba tan lento y había tanto silencio para mirar con atención que todo parecía importantísimo. Con esto quiero decir que no sé si últimamente todo me hace pensar en esta pregunta por la muerte del autor porque efectivamente es un debate que volvió a aparecer o porque lo tengo a mano en la cabeza; pero, en cualquier caso, creo que Lo mejor está por venir me mostró una arista del asunto que no tenía demasiado pensada.

Hace dos semanas escribí que tanto a los formalistas rusos como a los estructuralistas franceses les resultaría muy extraño el retorno al biografismo de la conversación sobre arte en nuestra época: la importancia de si el autor de un libro o de una película es mujer o varón, si está contando algo que le sucedió en su vida real o apropiándose de historias ajenas; les chocaría nuestro lenguaje sobre quién tiene derecho a ocuparse de un tema o de otro, como si estudiar un tema fuera vampirizarlo y no darle importancia, como si uno siempre sospechara de las personas que producen arte por mercenarias en lugar de imaginar que sencillamente tienen ganas de pensar sobre algo, o mejor, de jugar con algo. En este sentido es cierto que la figura del autor está más viva que nunca; la biografía de quién escribe o quién filma está sobre la mesa mucho más que en otros tiempos. En otro sentido, en cambio, uno que Moretti ilumina muy bien, es cierto también que los autores están pasando un pésimo momento; especialmente en las industrias que siguen siendo lucrativas, como la audiovisual o la musical.

Dedicarse a escribir libros, en ese sentido, es una especie de privilegio paradójico. Hacer literatura se parece hoy a hacer teatro, y quizás por eso Moretti empezó a dirigir teatro a sus casi setenta años. Son lugares en los que hay mucha menos plata en juego, y entonces también hay mucha más libertad. No sé cómo era el mundo del cine de autor en los setenta, cuando Moretti empezó a trabajar; pero la sensación es que él siente que la soberanía del director, ese artista que tenía a diez asistentes corriendo por cualquier ciudad para resolverle los caprichos más excéntricos, ha sido reemplazada por una red de gobiernos difusos entre las burocracias de las plataformas, las productoras y la supuesta voluntad de las audiencias.

 En Lo mejor está por venir, Nanni Moretti encarna a una suerte de alter ego suyo al que todos llaman Giovanni (nombre de pila de Moretti), que quiere hacer una película sobre su decepción con el partido comunista italiano por haberse quedado del lado de la Unión Soviética cuando reprimieron a la juventud en Hungría, en lugar de solidarizarse con los rebeldes. La película de Moretti se trata entonces de los intentos de Giovanni por terminar una película que nadie tiene demasiado interés en financiar en el siglo XXI, con actores que no la entienden y una productora ejecutiva (Margherita Buy) que quiere divorciarse de él porque, con justa razón, ya no lo soporta.  

 Aunque esta no sea su mejor película, Moretti es un cineasta de esos llenos de ideas textuales y visuales en las que cada escena tiene tantos niveles de lectura que una podría escribir infinitos ensayos sobre su trabajo, agarrándose de distintos momentos; pero justamente por eso hay que restringirse, y en esta columna solo quiero señalar algo que quizás no he leído en ninguna otra de las críticas que leí sobre la película desde su estreno en Cannes. Una productora coreana que aparece en el último tercio de Lo mejor está por venir dice que la película que Giovanni quiere hacer es sobre el final de todo, y tiene razón, no solo sobre la película que está haciendo Giovanni sino sobre la que está haciendo Nanni Moretti. Pero sobre todo me interesa el paralelo que se arma entre dos mundos que la película despide, paralelo que yo no había pensado jamás antes: por un lado, la película habla del fin del comunismo, pero no del fin fáctico del comunismo en la década del 80, sino del fin del comunismo como fantasía de una generación, la de Moretti, que fue mucho menos rápida que la caída de Unión Soviética.

Lo que yo nunca había pensado antes es que, para cierta generación de artistas (la de Moretti) la política era el terreno de la fantasía absoluta con lo colectivo, y el arte el terreno de la fantasía absoluta con la individualidad, el lugar en el que el individuo tenía el permiso y hasta la obligación de desplegarse con la libertad más absoluta

El otro fin que la película discute es el del director soberano, y de una manera bastante interesante; solapadamente, Moretti reconoce todo lo que se le puede achacar de despótica a cierta forma de hacer cine. Su alter ego, Gianni, desprecia a una actriz porque usa unos zapatos que no le gustan y se enoja con su esposa productora porque le dice que ella, en otra época, se hubiera ocupado de que nadie en una reunión tenga zapatos que a él no le gusten. Al mismo tiempo, la película parece decir, había algo virtuoso en este orden: había algo virtuoso en un director al que los financistas le respetaban las excentricidades (de hecho, la película no es antiproductores: respeta y agradece a los productores que padecen esa perversión hermosa de gozar con hacer felices a los artistas), un director que no estaba pensando en las audiencias, a quien nadie obligaba a tener en cuenta ninguna métrica o ninguna otra cosa que no fuera una especie de voluntad divina e incuestionable. No sé si el mundo era así, porque las películas alguien las pagaba y eso nunca termina de ser gratis: pero es cierto que son cada vez más caras, y también que cada vez hay menos fuentes de financiación para el cine que no impliquen entregarle todos los derechos de una película y así gran parte del control a un board de ejecutivos (si alguien se pregunta, otra vez, por la importancia de la financiación estatal del cine, en parte es esa: para bien y para mal, el Estado tiene muchos menos incentivos para decirte que tu película tiene que enganchar al espectador en el minuto tres que una plataforma).

 Lo que yo nunca había pensado antes es que, para cierta generación de artistas (la de Moretti) la política era el terreno de la fantasía absoluta con lo colectivo, y el arte el terreno de la fantasía absoluta con la individualidad, el lugar en el que el individuo tenía el permiso y hasta la obligación de desplegarse con la libertad más absoluta. Nunca pensé, tampoco, cuál es la relación entre estas dos fantasías contrapuestas: son en algún sentido las dos caras del núcleo progresista, socialista en lo económico y liberal en lo político. Moretti se siente un incomprendido en las dos arenas: los jóvenes ya no tienen ideología (en una escena, Giovanni se indigna con un joven actor que no sabía que en Italia había comunistas) y las empresas ya no respetan a los artistas. Todo se ha disuelto en esta especie de magma que es el capitalismo tardío: las ideologías, sí, pero también la idea moderna del arte, la importancia de la protección de su autonomía. De pronto una se encuentra queriendo reivindicar, junto con Moretti, cosas que en otra época hubiera dicho que eran mitos burgueses, como el mito del artista y la mística del autor. Quizás entonces sí hay que ir a salvar al autor de la muerte. Quizás pensábamos que la máquina del mercado se comía solo nuestros sueños de lo colectivo, pero resulta que también se come nuestras ideas modernas de la individualidad, esas que en algún momento pensamos que queríamos destruir y hoy necesitamos reivindicar por supervivencia más que por nostalgia. 

TT/MF