Vuelvo a leer mi nota post-PASO, del 14 de agosto. Sigo pensando lo mismo que entonces. Nuevamente, me escriben los amigos y amigas brasileños: “Nadie imaginaba que algo semejante pudiera pasar en Argentina”. Uno de ellos me recuerda que estuvo a punto de mudarse a Buenos Aires cuando ganó Bolsonaro. Obviamente, se alegra de no haberlo hecho: ellos soportaron lo peor y pudieron sobrevivir, no sin daños. El negacionismo del COVID, entre tantos horrores, causó allí 685.000 muertos.
Hace tres meses, escribí: “no hemos sabido leer nada de lo que ha estado pasando fuera del café, del ‘periodismo militante’ o del ‘anticapitalismo de cátedra’ del que habla mi amigo Pablo Semán. Refugiados en la infalibilidad de la Jefa o en la fantasía del ‘no fue magia’ –e inmunes frente al fracaso monumental del gobierno Fernández, elegido por la Jefa mediante un tuit–, nos está pasando un tifón por encima. Bolsonaro comenzó así: como un chiste”.
En la reconstrucción de un movimiento popular, democrático y progresista, que deberá comenzar dentro de quince minutos, todo esto tendría que ser minuciosamente recordado. No vamos a avanzar un paso en esa dirección si no hacemos antes un balance detallado y exasperadamente crítico de lo que pasó en los cuarenta años de democracia que van a culminar en las manos del fascismo de mercado y el negacionismo de la dictadura. La elección de Milei significa que esos cuarenta años aceptan su fracaso: no hemos sabido construir una democracia que restañara las heridas de la dictadura, para así construir una sociedad más justa e igualitaria.
Los años kirchneristas se revelan, hoy, como una fantasía: la ampliación del consumo entendida como igualdad. No era así, me temo: era sólo ampliación del consumo, no distribución equitativa del ingreso; era disminución de la desocupación, pero sin alterar las cifras de la precarización –para no hablar de agendas más audaces–. Incluso, si el consenso democrático incluía el juicio y castigo a los culpables de la represión más salvaje del hemisferio, más de la mitad de los votantes ha hecho caso omiso de las amenazas de la candidata a vicepresidenta; esto no es, precisamente, signo de que ese consenso permanezca incólume.
Y sin embargo…
La sociedad que puso preso a Videla sabrá dónde y cómo encontrar los caminos para resistir ese programa de la ultraderecha, si pudiera llevarse a cabo
No soy politólogo –a duras penas, un culturólogo–, pero algunos datos muestran que lo que se viene puede atemperarse. El programa de Milei es incumplible si no es con un respaldo legislativo que no tiene, ni siquiera con el salto en el aire que el macrismo va a producir en los próximos minutos. La mayor parte de su agenda es tan indudablemente antidemocrática que no va a conseguir más votos parlamentarios que los del derechismo más duro –y escaso–. La otra opción, ominosa, la que nos llevó a reclamar el voto en su contra con varios colegas y amigos/as, es su reconversión autoritaria. El programa de Pinochet –que es el programa de Milei– solo fue posible con la mediación de la dictadura pinochetista. En esa dirección, Milei sólo podría aplicar sus propuestas con la versión Fujimori: la disolución del Congreso bancada por las Fuerzas Armadas, una opción que es, hoy, imposible, porque cualquier barra brava tiene mayor poder de fuego. Incluso, frente a la inevitable protesta social que un cuarto de sus propuestas económicas provocaría, Milei enfrenta la paradoja de no contar siquiera con una policía propia –apenas, la gendarmería, que no le alcanza.
Esto no es optimismo banal; un porcentaje demasiado alto de la población ha aceptado poner en la agenda pública temas y argumentos que dábamos por tan extinguidos como los dinosaurios que iban a desaparecer –pero que no desaparecieron–. Hay afirmaciones del nuevo presidente y su vice que eran, pocos años atrás, impronunciables, y hoy son programa electoral, para colmo ganador. Nadie puede, entonces, alentar un optimismo basado, meramente, en frases hechas, en el repertorio progre del lugar común y la canción de protesta –como hace cuarenta años–: “Siempre nos separaron los que dominan, pero sabemos hoy que eso se termina”. No: esto es confianza democrática, confianza en que la sociedad que puso preso a Videla sabrá dónde y cómo encontrar los caminos para resistir ese programa de la ultraderecha, si pudiera llevarse a cabo. Programa que tendría efectos, a cortísimo plazo, devastadores: económica, social, política y culturalmente –y a largo plazo, hasta lindantes con el desastre social.
Si no podemos ni sabemos resistir –pero con inteligencia, con potencia, con generosidad política, sin sectarismo y con éxito–, nos habremos merecido todo lo que venga.
PA