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El sacrificio neurótico

Hay una situación que podría resumirse en estos términos: durante un tiempo, alguien se sacrifica o hace un esfuerzo en pos de un objetivo que representa un beneficio o una ganancia. Llegado cierto punto, se cansa y abandona: ya no tendrá el beneficio o ganancia, que habrá perdido, pero también perdió el tiempo, el dinero, lo que sea con que se esforzó durante ese tiempo, en función de su sacrificio.

Desde cierto punto de vista, esto es un fracaso. Así hay quienes hablan de quedarse sin el pan y sin la torta. Esta es la lógica utilitaria de nuestras sociedades, en la que no existe el gasto inútil o, mejor dicho, solo existe como derroche. Esto ya lo estudió George Bataille (desde su artículo “La noción de gasto” hasta el ensayo El erotismo), es tema conocido. La cuestión es que, desde otro punto de vista, el sacrificio está perfectamente consumado; es decir, la purificación fue lograda.

En el sacrificio no se trata de darle algo a un Dios a cambio de un bien. El sacrificio, a través de la ofrenda, esconde que el verdadero chivo expiatorio es quien lo realiza. Y, además, el destinatario del sacrificio debe faltar a la retribución; por eso Jesús en la cruz le pregunta a su padre por qué lo abandonó. Dios le debería haber respondido: “Para que vos seas Cristo”. Y quizás Dios lo hizo y por eso las últimas palabras del hijo fueron: “Ya todo está cumplido”.

Esto tampoco es nuevo. Es un resumen básico de los libros de René Girard (La violencia y lo sagrado, El chivo expiatorio, Veo a Satán caer como el relámpago). Lo que sí me resulta interesante es cómo estas ideas se articulan con la clínica de la neurosis obsesiva. En cierta medida, el obsesivo es inanalizable hasta que no hace una experiencia de fracaso que se le revele como un pleno sacrificio. Antes de eso, vive en su lógica miserable de acomodar cositas y reducir pérdidas y tratar de hacer que el vínculo sea de intercambio y la cuenta de más o menos cero.

Sigmund Freud decía que la neurosis obsesiva imponía una religión personal; es todo lo contrario: el obsesivo es un pésimo religioso, porque desconoce el valor del sacrificio y, por lo tanto, de lo sagrado. El obsesivo vive aquejado por sus síntomas, tal vez durante años, estos completamente asimilados a su personalidad y justificados, hasta que un día vive una tragedia (mejor digamos, un tropiezo contundente) y ahí sí, en el mejor de los mundos, se entrega de verdad a la vida. Mientras es un muerto feliz.

Recuerdo a una amiga que durante cierto tiempo especuló con la idea de tener un segundo hijo. El primero lo tuvo en la serie de su planificación de una vida ordenada. Todo siempre se le dio en los tiempos en que tenía que ocurrir. Una vida tranquila, solo que algo asfixiante y llena de miedos. Ni un pequeño tumor logró despertarla en su momento. Sí la idea de tener otro hijo, una idea que solo tímidamente pudo expresarse como deseo.

El problema es que ella no tenía una vida en la que ese deseo entrara. Las personas no tienen deseos. Nadie desea. El deseo se desea a sí mismo y busca una vida en la que implantarse (no por nada el deseo de hijo es el modelo del deseo), las personas sufren por eso. Mi amiga buscó por todos los medios hacerle un lugar en su vida a ese deseo y, cuando por fin logró acomodar todo en su trabajo para tener ese hijo, pasó que perdió interés en ese trabajo y lo dejó. Hubo un tiempo en el que tuvo que vivir con el reproche retrospectivo de por qué no lo hizo antes.

En un mismo momento, se dio cuenta de que ya no tenía trabajo y tampoco la edad para tener ese hijo. Solo así tuvo el deseo, cuando fue capaz de darse al sacrificio, como cada vez que alguien dice: “Jesús en vos confío”. Así fue que al tiempo adoptó a un niño que hoy es un hijo precioso. Cuando no tuvo nada, lo tuvo todo –como dice el mensaje evangélico.

LL/MF