Suele suceder que la gente cambie un poco cuando crece, o tal vez no nos hayamos dado cuenta que en ese joven o esa joven anidaba un pequeño monstruo. Cómo no la vimos venir que el joven Holden Caulfield, que quería irse a vivir a una cabaña solitaria y casarse con una chica sordomuda, estaba mal de la cabeza. Ahora creció y es un yuppie y se llama Patrick Bateman y como todos, para esta época del año, tiene ciertos deseos que quiere cumplir: “Mis prioridades para las navidades incluyen lo siguiente: 1) reservar una mesa en Dorsia para las ocho del viernes para Courtney y yo, 2) conseguir que me inviten a la fiesta de navidad de los Trump a bordo de su yate 3) averiguar todo lo humanamente posible sobre la misteriosa cuenta Fisher de Paul Owen, 4) serrucharle la cabeza a una chica que esté buena y mandársela por Federal Express a Robin Barker y 5) disculparme con Evelyn sin que parezca que me disculpo”.
Bateman me hace pensar en mis deseos: que el amor florezca por todos lados. Estar enamorado es como ponerse el karategui, te sentís invencible, pero sabés que vas a recibir un par de golpes en el dojo. También deseo que yo pueda lograr, mediante la concentración espiritual, producir clonazepam humano.
Si uno se mete a buscar en Google cuál es la historia de la tarjeta, esta no aparece, lo que aparece es la historia de las tarjetas de crédito.
Hoy pensaba lo limitante que es para poder leer tener siempre que estar de acuerdo ideológicamente con el libro que tenemos en las manos. Una vez una amiga me dijo que no le gustaba un poema porque en él se decía que “de un laberinto se sale por arriba” y que ella pensaba que no era cierto eso. Le dije que el poema era genial y que lo que ella opinara sobre el contenido del mismo no importaba. No tengo que estar de acuerdo con lo que dice el poema o la novela para poder apreciar su maestría. Eso me pasa con American Psycho, de Bret Easton Ellis, un libro extraordinario y junto con Schopenhauer, posiblemente la influencia más notable en la literatura de Michel Houellebecq.
Bateman es un enfermo mental que se viste a la moda, trabaja en empresas cool y suele matar mujeres por diversión sexual. También asesina vagabundos con un cuchillo que compró en una casa de moda. Le encantan las marcas y las cosas de alto consumo. No me gustaría cruzármelo por la calle, pero el libro de Ellis, la operación mental que lo sostiene es magnífica. Un ensayo sobre nuestra cultura, un libro que no comete el error de contarnos lo que le pasa al personaje sino que el libro es un psicópata, el libro mata, el libro escribe ensayos sobre la banda Génesis.
Tampoco creo que sirva la conciencia políticamente correcta de pensar que está bueno leer American Psycho porque ataca al capitalismo salvaje. No estoy tan seguro de que lo ataque y la verdad no me importa. Lo que me impacta es cómo está escrito, la forma en que logra con una prosa narcisista dar cuenta de un mundo singular que está a la vuelta de la esquina. Por otro lado, no es necesario matar gente para compartir ciertas cualidades con Bateman: miren el Instagram de ciertas personas mostrando una vida genial, con niños hermosos, parejas modelos, puestas de sol, ropa y vestidos exclusivos, esquiando en la nieve y tomando vinos de alta data en viñedos increíbles. ¿La vida real es esa mierda? Si juntamos todas las fotos de estos instagram, ¿No se formará el rostro de Patrick Bateman?
Hay una escena de American Psycho que me encanta. Es cuando los yuppies en el restaurant se muestran sus tarjetas personales y discuten cuál de ellas es la mejor de todas. Los tipos de las letras, los colores y los materiales con que están impresas, la rugosidad del papel. La forma en que se odian cuando la tarjeta de uno supera a la del otro, como niños cambiando figuritas. Si uno se mete a buscar en Google cuál es la historia de la tarjeta, esta no aparece, lo que aparece es la historia de las tarjetas de crédito. Pero yo pienso en esas cosas que desaparecieron, como la vida privada, los parripollo y los tarjeteros de los boliches. Un tarjetero era un especie de pasante sin sueldo. Cuando llegaba un boliche al barrio y abría, tenía que reclutar tarjeteros de la zona para que la gente fuera a bailar. El tarjetero no cobraba, pero tenía cierto estatus, entraba gratis a bailar y también si quería, te podía hacer entrar. Le digo a mi amigo Adrián que tiene que escribir una canción sobre los tarjeteros, que se puede llamar El Tarjetero Absoluto. Él me cuenta que escribió una novela cuando era joven que hablaba de un tipo que hacía flyers y que, de alguna manera, eso era ser un tarjetero. También me cuenta de un amigo de Hugo, su papá, que se llamaba Nush y que llevaba al padre en su auto de un lado a otro y tenía siempre en el baúl una escopeta. Esa gente que te hace de secretario sin sueldo, a veces, en la cultura popular es llamada, el tarjetero. ¿Lo viste a Dylan? No, pero ayer pasó su tarjetero, así que debe andar cerca.
El sábado puede ser la noche más triste de la ciudad. Nadie lo sabía mejor que los tarjeteros.
FC