Don Julio Lemos había sido un bohemio. Había trabajado en la industria del petróleo. Había trabajado en hotelería en Chile. Había actuado en películas argentinas. Había sido un busca. Había alternado varios empleos, de los más diversos. Vivía en Eugenio Bustos, un pueblito emplazado en el corazón geográfico mendocino, atravesado por la ruta nacional cuarenta, cien kilómetros al sur de la capital provincial. Había comprado una casa en San Carlos, la villa cabecera del distrito. Quiso aprender un oficio. La artesanía, la forja, la transformación de las cosas siempre había sido su fascinación. Pronto, su pulsión artística encontró sosiego en la confección de cuchillos. Se convirtió en un artista prolífico, en un artesano de la cuchillería, en un forjador del hierro. Pero había consumido su mundo. Necesitaba moverse.

Le gustaba viajar, pasear, recorrer. Ya había vendido y afilado todos los cuchillos de su zona. Procesó una decisión de vida: vendió su casa para comprarse un auto y una casa rodante. Era mediados de la década del ochenta. No andaba solo. Estaban su esposa Carmen, sus hijos Julio y Lola, sus nietos Facundo y Andrés. Les dijo: “Vamos a viajar”. Lo siguieron todos. Se volvieron nómades. Visitaron pueblos, rincones y ferias de San Luis, La Pampa, La Rioja, Mendoza, Córdoba, Tucumán, Santiago del Estero. Deambularon durante una década hasta que establecieron un patrón de vida bajo una lógica comercial. Se asentaron en Termas de Río Hondo, desde entonces su sede, su refugio, durante la temporada de invierno, desde abril hasta noviembre, en mercados turísticos de la zona. El resto del año aprovechaban la avalancha turística del verano cordobés. Desde hace veinte años, los Lemos viven entre la terma santiagueña y el vasto Córdoba.


 

Mi viejo era un alma libre”, relata Andrés, el menor de la dinastía, cuando propone reconstruir su historia. No tiene papá. En verdad sí, pero no sabe bien dónde está. En verdad sí tiene: le dice “papá” a su abuelo. En una reconfiguración de su genealogía, hizo de su abuelo materno su figura paterna, su guía, su mentor. Lo tiene que explicar: “Cuando yo hablo de mi viejo en verdad hablo de mi abuelo”. Tenía cuatro años en esa mitad de la década del ochenta, cuando la vena creativa de Don Julio obligó el relanzamiento de la dinámica familiar. Un salto, una persecución a su desdén artístico. De Eugenio Bustos a cada pueblo del norte argentino, a afilar y vender cuchillos.

Andrés Lemos con su abuelo Don Julio -a quien le dice «papá»- y su tío Julio Andrés, quienes le enseñaron el oficio de la artesanía del metal

Andrés vivió una infancia feliz. Dormía en una de las cuatro camas de la casa rodante, que incluía también un pequeño taller móvil. Era el menor de una comitiva familiar nutrida por el abuelo, el tío, la mamá y a veces su hermano. Llegaban a los pueblos, afilaban los cuchillos de los vecinos, vendían los propios en ferias artesanales y emprendían su retirada. Los cambios eran parte de su psicología. Completó el jardín e hizo la escuela primaria en siete colegios. “Estuvo bueno. Conocí muchísimos lugares. Tengo recuerdos muy lindos de todos los pueblos por los que anduve. Es complicado de chico porque capaz que te hacés amigo, te encariñás y al otro mes ya tenés que hacerte amigos nuevos. Pero eso también está bueno porque te hace más extrovertido a la hora de relacionarte con las personas”, reflexiona.

Aprendió que solo se necesita un oficio para sostenerse digno y de pie. Hoy tiene treinta y cuatro años. Se define como un artista autodidacta. Dice que podría haber sido lo que él quisiera, que su familia lo iba a apoyar de manera incondicional ante cualquier vocación que hubiese adoptado, pero sabe que hubiese sido una excepción. “No había forma de que no saliera artista”, valida. Y la génesis de su obra, la raíz de su éxito radica en su sensibilidad para vincularse, en esa piel curtida por viajes y despedidas que debía acomodarse, en cada pueblo, a nuevos colegios, nuevos compañeros y nuevas relaciones. “Conecto mucho más fácil con la gente por haber vivido eso. Me pasa también con mi arte. Alguien que lo ve conecta rápido con lo que hago. Si uno trata a alguien con cariño y hace un trabajo con cariño, la otra persona también conecta y se siente identificada”, dice.

Hoy Andrés sigue viviendo en Termas de Río Hondo, Santiago del Estero, en una gran casa familia. Tiene un taller propio y ya vendió obras a países como Estados Unidos, Nueva Zelanda y Escocia

El arte lo esperó o él esperó la revelación de la musa. Estudió turismo cuando terminó la secundaria. Aprendió idiomas, en esa vocación por interactuar con su entorno. Hizo el curso de guardavidas. Mientras tanto, le gustaba jugar a crear. Su hábitat natural era un taller, rodeado de máquinas, martillos y fierros. “Siempre me gustó lo que hacía mi viejo -dice-. Cuando te criás en un entorno de artesanos, de chico ya tenés herramientas a la mano para usar y jugar. Creo que el arte en principio es eso: jugar y experimentar. Cuando algo deja de ser divertido, lo dejás de hacer”. Él no podía dejar de hacerlo.

Soldaba sobre la tapa de una heladera. Tenía sus propias herramientas rústicas. Sus primeras obras eran autos, motos y muñequitos. Acepta que dedicarse al arte era un destino prefijado. “Siempre vi al arte como algo que no quería hacer simplemente porque mi viejo lo hiciera, sino que quería encontrar algo distinto que pudiera expresar y que me gustara hacer”, ilustra. La secundaria y las amistades en Santiago del Estero pudieron haber parido una inspiración. “Parece loco, pero la provincia está llena de músicos y de luthiers. Es cuna de cantores”, dice.

“Fui aprendiendo cómo era la forma y las medidas exactas que tiene tener una guitarra para que suene bien, porque tampoco quería hacer una guitarra eléctrica que se viera linda y que sonara mal», retrata el artista

Le gustaba la música y le gustaba vincularse a través de ella. Escuchaba rock nacional y jazz. Había una melodía que coincidía. “Quería tocar el saxo y no tenía la plata para comprarme uno. Entonces dije ‘capaz que puedo inventar uno’”, relata. Tenía 22 años. Habló con un amigo que fabricaba instrumentos de viento. Le explicó cómo tenía que hacerlo y se animó. Hizo el tudel y el cuerpo con caños de bronce, confeccionó los más de veinte agujeros a mano. Los formó a ojo. Sus imperfecciones eran parte de su identidad, de su carácter. “Sonaban las notas, pero por ahí saltaba de un do a sol. Capaz que este era el único error que tenía, pero sonaba bien”, dice.

“Ahí me empezó a picar el bichito para hacer instrumentos. ‘Me salió el saxo, vamos a probar con otra cosa’, dije y fui por las guitarras eléctricas”, cuenta. Tardó un año en crear su primera guitarra eléctrica con piezas de metal reciclado, lo que antes había sido automóviles, motocicletas, relojes y máquinas de escribir. Consistió en medir, experimentar, probar. Solo compraba las partes que no podía construir, como los micrófonos, la electrónica y las llaves. Tenía las tuercas y arandelas de motor de un Ford Taunus y un Renault 504, piezas de máquina de escribir Olivetti, brújulas, discos de embragues de motocicletas y un diseño inspirado en la mítica Stratocaster. La llamó Metalcaster y no era solo una obra de arte visual: era una guitarra eléctrica funcional.

Un resumen de las obras de Andrés Lemos: guitarras, animales y un tablero de ajedrez. Sus colecciones tienen piezas reutilizadas de autos, motos, máquinas y relojes

“Podría haberla hecho para que pesara treinta kilos y fuese imposible de tocar. Fue prueba y error hasta que al final pude pude hacer una guitarra eléctrica que tuviese la funcionalidad, la forma, la estética, el peso de una guitarra eléctrica normal. Lo único que tiene de distinto es su propio sonido, dado que no tiene caja de resonancia de madera como la de una tradicional”, rescata. Su amigo luthier fue el primero que la conoció. “La verdad que es perfecta porque si te equivocabas un milímetro en algo, la guitarra no iba a poder sonar, nunca la ibas a poder afinar porque tiene que tener cierta medida exacta todo entre el puente y el mástil, los micrófonos tienen que estar en un lugar exacto, no es que están puestos al azar ahí”, lo felicitó.

Era la primera obra de su causa “arte que genera arte”. “Si bien a la escultura, uno la puede ver y es un objeto lindo que te puede transmitir una emoción, un sentimiento, el hecho de poder tocarla le da un plus: el que toca una guitarra eléctrica como ésta vuelve a generar arte”, define. No la vendió. Había crecido un cariño por haber sido la primera, por haberle demandado un año de trabajo. Su amigo luthier le aconsejó que nunca se desprendiera del primer modelo: “Es el que vas a tomar de referencia para las siguientes”. Hubo siguientes.

Elaboró una colección de diez guitarras eléctricas que fusiona arte, música y sustentabilidad. La presentará en el icónico Hard Rock Café de Puerto Madero la noche de este jueves 23 de mayo. Cada una le demandó al menos cinco semanas de trabajo, según el modelo, el nivel de detalle y la demora en calibrarlas o ponerlas en funcionamiento. Usufructúa discos de metal de una amoladora, tornillos y arandelas de una máquina de coser, potenciómetros de nogal, relojes, chapas de una camioneta Chevrolet C10, llaves, cadenas, caños de acero inoxidable de cocina de barco, tapas de relojes Casio y Rolex, burro de arranque de auto, piñón de bicicleta antigua italiana, monedas, disco dentado de cortar marmol, tornillos de motor de avión a radio control. Es el resultado de todo un año de trabajo. “Me encanta hacer instrumentos funcionales: la gente los ve, les gusta y se sorprende cuando lo enchufan y se dan cuenta de que también pueden sonar. Es increíble ver las reacciones porque no entienden cómo puede estar sonando si está hecho con partes de autos, de motos, de materiales reciclados”, dice.

La colección de diez guitarras eléctricas que fusiona arte, música y sustentabilidad: el lanzamiento exclusivo tendrá lugar en el icónico Hard Rock Café de Puerto Madero este jueves 23 de mayo

Su modalidad se denomina Scrap Art, esculturas a base de chatarra. La materia prima es un regalo de sus compradores y seguidores, aunque también le gusta ir a las chatarreras y elegir las piezas. Prefiere los engranajes que le dibujan una estética más mecánica. Las curvas, las formas, los ángulos le sirven de inspiración. “Los artistas tardan mucho tiempo en encontrar su estilo. Creo que lo que más me costó a mí fue darle mi impronta. Hoy en día ves una escultura mía, ves una guitarra eléctrica que hice y automáticamente te das cuenta de que es una obra mía. Pasa con cuadros, pasa con la música”, describe.

Es un artista multidisciplinario. No solo un luthier con resabios de músico. Edificó estructuras pequeñas y gigantes, a pedido y por voluntad propia. Hizo un flamenco de dos metros -todo rosado-, un bulldog francés de 40 centímetros de largo por 35 centímetros de alto, un gato de piezas recicladas de autos y motocicletas, un caballo con treinta mil puntos de soldadura, un puma de doscientos kilos que reutiliza monedas argentinas de las décadas del sesenta y hasta una patente de 1940, un tablero de ajedrez mecánico en el que los reyes son turbos y los peones, bujías, una escultura a escala real de Michael Jackson con un rostro dibujado por 500 tuercas de un cuarto de pulgada. Vendió sus obras a Inglaterra, Alemania, Francia, Bélgica, Escocia, Estados Unidos, Nueva Zelanda. Expuso en el Museo María Kodama, en el Museo de Arte Popular José Hernández y en el Nuu Muse Gallery de Dallas, Estados Unidos.

Vive aún en Termas de Río Hondo. Estudió diseño y fotografía para complementar su faceta artística. Había empezado hace veinte años forjando cuchillos con su abuelo. Esperó que el estímulo artístico se le despertara. Lo hizo, una mañana cualquiera, tras acudir a una inspiración. “Me desperté con la necesidad de crear algo -dice-. Fui directo a usar la vieja soldadora de mi abuelo; junté piezas de autos y bicis, y logré armar una pequeña motocicleta de 30 centímetros. Fue un camino sin vuelta atrás: poder construir lo que soñaba fue increíble”.