El miércoles 12 de mayo River Plate enfrentó al Atlético Junior en Barranquilla, Colombia, en la fase de grupos de la Copa Libertadores de América. Ante un estadio vacío por el tercer pico de pandemia pero con transmisión en vivo para todo el continente, el resultado fue un empate 1-1 con estruendos, gritos y gases lacrimógenos que se colaron desde las inmediaciones del estadio hasta la cancha. Mientras tanto, afuera el saldo era de 70 manifestantes heridos por la Policía, jóvenes que se opusieron a hacer del fútbol una cortina de humo, un escaparate para ocultar la respuesta represiva del gobierno de Iván Duque a la digna rabia que recorre a Colombia. Esa que ha tomado forma en el Paro Nacional, motivado inicialmente por una regresiva reforma tributaria. La escena de represión y fútbol se repitió la siguiente noche en el encuentro América de Cali-Atlético Mineiro, realizado también en Barranquilla lejos de Cali y del Estadio Pascual Guerrero, plaza tradicional del América ubicada en la que ahora la ciudad más militarizada del país.

Las y los caleños de las barriadas populares, en las que se ubican las hinchadas futboleras más apasionadas, no solo se han visto privados de disfrutar del juego de uno de los equipos de sus amores, lo que ciertamente es hoy la menor de sus preocupaciones. A lo largo de las últimas dos semanas la violencia estatal les ha arrebatado el sueño, literalmente, con los sobrevuelos constantes de helicópteros del Ejército, el cerco militar y mediáticos al que han sido sometidos, el despliegue desmedido y brutal del Escuadrón Móvil Antidisturbios, ESMAD, de la Policía que ha roto todos los protocolos nacionales e internacionales al atacar indiscriminadamente pacíficas y festivas concentraciones de manifestantes.

Se trata de un modus operandi definido que actúa de día y recrudece en la noche: cortar el alumbrado público, generar caos con la quema de bancos, hoteles y otros establecimientos públicos y privados, desatar violencia desmedida, desaparecer personas y sembrar terror con el uso de armas de fuego, agresiones sexuales y violaciones a mujeres. El ESMAD también ha enfilado su sofisticado arsenal de letalidad reducida contra las casas, inundándolas de un asfixiante humo que ya ha cobrado la vida de varios niños. Como si esto no fuese suficiente, también han aparecido escuadrones de sicarios paramilitares a bordo de camionetas de alta gama que aun en presencia de Policías han disparado a manifestantes, a la Guardia Indígena, organización de protección de la vida que acudió a Cali en procura de salvaguardar a quienes protestan, a la misión médica y a las de derechos humanos, incluida una que contaba con delegados de la ONU. Como resultado, la Cali valiente que ha alzado su voz en contra de la pobreza, el desempleo, la precariedad de derechos sociales, el racismo y la discriminación busca a casi un centenar de desaparecidos y desaparecidas, y llora a más de 40 jóvenes que han muerto bajo estas formas de violencia estatal.

A nivel nacional e internacional sorprende que Cali se haya convertido durante las primeras semanas en el epicentro de las movilizaciones y del despliegue militar del Estado durante el Paro Nacional. Se trata de la tercera ciudad más importante del país, ubicada en el suroccidente cerca de la costa pacífica y de Buenaventura, el principal puerto marítimo de Colombia. Esto la ha colocado al centro de una región preferente para el despliegue del conflicto armado en los últimos quince años, alimentado por grupos narcotraficantes nacionales e internacionales como el Cartel de Sinaloa, en asocio con diversas organizaciones paramilitares de cuna estatal, sobre todo desde la dejación de armas de la guerrilla de las FARC-EP. En consecuencia, se trata del principal polo receptor de población en situación de desplazamiento del suroccidente colombiano. Es una ciudad moderna pero narcotizada, en la que enormes flujos de dineros ilegales se entrecruzan con la riqueza que proviene de los cañaduzales y la empresa azucarera y de refrescos, la más importante de su ramo en América Latina. Terratenientes, burguesía agroindustrial y empresariado de los narcóticos han tenido las riendas de Cali durante las últimas décadas.

A contra cara, esta prosperidad se ha convertido en un asunto de pocos, más aún en el contexto de pandemia y confinamiento. Según el reporte oficial más reciente, en el último año Cali se ha convertido en la segunda ciudad con mayor nivel de pobreza (36.3%), mientras que el desempleo, ubicado en el 19,3%, supera al nacional que llegó a 15,4% en abril. Para la población entre 14 y 28 años la situación es peor, pues el desempleo juvenil local alcanza al 26% en un contexto de alta deserción estudiantil y precario acceso a Internet o computadoras portátiles. La juventud caleña enfrenta este crudo empobrecimiento en una ciudad con elevados niveles de segregación socioeconómica, bajo la cual coexisten lujosos condominios y unidades residenciales con barriadas sin agua corriente y en las que comer tres veces al día es un lujo. De hecho, durante la actual movilización y en medio de las ollas comunitarias desde las que también se hace resistencia, es usual escuchar a las y los pelados (1) decir: “también vengo al Paro porque acá he comido mejor que en mi casa”.

Estos hechos explican parte de las exigencias plasmadas en los pliegos elaborados por las y los jóvenes organizados en colectivos barriales de diferente tipo y también en la “Primera Línea”, una formación vista inicialmente en las protestas chilenas dedicada a defender la movilización popular de la agresión policial con nada más que el alma, el cuerpo, escudos de manufactura propia y piedras. Las peticiones del grupo de manifestantes que más muertos ha colocado en esta confrontación son encabezadas por demandas de empleo, acceso a educación, recreación, reforma al sistema de salud y de pensiones, acompañadas de garantías de no judicialización y de espacios para la memoria de las víctimas de la violencia estatal.

Pero no se trata solo de un conflicto de clase o generacional. También se entrecruza la discriminación de género, evidente en la violencia que se perpetua sobre mujeres cis y transgénero y que convirtió a Cali en el centro urbano con mayor número de feminicidios en 2020. A este coctel se suma la discriminación racial en la primera de las grandes ciudades con mayor cantidad de población afrodescendiente, confinada a las comunas más pobres y condenada a estar siempre bajo sospecha por el color de piel y el nivel de ingresos.  El racismo también fluyó a borbotones durante los hechos del domingo 9 de mayo, día en el que habitantes de los barrios más exclusivos que suelen autodenominarse como la “gente de bien” realizaron una marcha en contra de la Guardia Indígena, la emboscaron y le gritaron que “los indios debían volver a sus territorios”, mientras civiles armados les atacaban a tiros a plena luz del día en presencia de la Policía, reeditando las viejas prácticas paramilitares que han caracterizado las formas de hacer política de la derecha.

La transformación de estas múltiples exclusiones y discriminaciones en 32 puntos de resistencia y bloqueo, instalados durante el Paro Nacional a lo largo de la ciudad, ha ocurrido en el crisol de un amplio legado organizativo y de resistencia popular, simiente de otras formas de agrupación y  movilización que han aparecido en la última década: colectivos artísticos, deportivos, de comunicación alternativa, agricultura urbana y ambientalismo; colectivas feministas y de disidencias sexuales, barrismo social, organizaciones de víctimas, personas desplazadas, afrodescendientes, indígenas, entre otras. Un conjunto variopinto de procesos que sin liderar de manera única la actual protesta, sí han facilitado la autoconvocatoria y organización de la indignación, la solidaridad y la propuesta, particularmente entre la juventud, protagonista indiscutible de este momento.

La guerra, ¡ya no más!

La conflictiva situación social de Cali no es única pero sí particularmente intensa. A lo largo y ancho del país se ha visto que la capacidad de sostenimiento de la movilización ha endurecido la respuesta estatal, apegado como está el gobierno de Iván Duque a la doctrina del enemigo interno y al tratamiento militar de la protesta social, tradiciones por excelencia del ejercicio del poder en Colombia. El llamado internacional para detener la violencia en Cali ha hecho que, de momento, el modelo de intervención de guerra se esté trasladando hacia otras ciudades sin agotarse plenamente en la primera. Así y bajo el mismo abanico de terror que multiplica día con día los casos de violencia policial, en Bogotá se vio aterrizar un helicóptero con provisiones y armamento para el ESMAD en un colegio, o ha sido registrado el uso de las instalaciones del sistema de transporte masivo como centros de detención y tortura. En Pereira, ubicada en el eje cafetero, un activista estudiantil murió después de recibir ocho impactos de bala en medio de una concentración pacífica, mientras que en Popayán una menor de 17 años decidió suicidarse después de ser agredida sexualmente por la Policía.

Lejos de desmovilizar, el terror policial, judicial, militar y paramilitar han fortalecido la voluntad de lucha, aunque con unos costos altísimos en vidas humanas y salud mental desdeñados permanentemente por el Establecimiento, preocupado en lo sustancial por paredes, estatuas y mercancías. Y este mantener en alto la protesta, aun con las secuelas lesivas que puede acarrear, dice mucho del sentido de oportunidad histórica que tiene este momento. Ya no solo se trata de ir cosechando victorias para frenar el empobrecimiento y avanzar en la realización de derechos sociales, como efectivamente ha ocurrido con la derrota de la reforma tributaria y la renuncia del ministro de hacienda que la diseñó. A la par, este que es el levantamiento popular más importante de la historia contemporánea ha hecho palpable un profundo sentimiento de rechazo tanto al ESMAD como a la figura del expresidente, excongresista y expresidiario (2) Álvaro Uribe y a la corriente política que aglutina alrededor del partido de gobierno, el Centro Democrático, que no tiene ni una pizca ni de lo uno ni de lo otro.

Uribe, un ganadero y terrateniente vinculado al paramilitarismo y el narcotráfico, ha sido la figura más determinante de la extrema derecha y la política colombiana en las últimas dos décadas. No solo por ser el primero en gobernar dos periodos seguidos tras haber torcido las reglas de juego constitucional en la materia, sino porque después de perder la posibilidad de establecer la reelección para un tercer mandato, ha señalado y logrado que se elija a los sucesores por él definidos. Subió a la presidencia por primera vez en 2002 después de ser gobernador de Antioquía, el departamento más golpeado por la guerra, y fomentar la conformación de grupos paramilitares, responsables del 70% de las víctimas fatales a nivel nacional entre 1958 y 2021 según cifras del Centro Nacional de Memoria Histórica. Lo hizo tras la ruptura de diálogos de paz con la guerrilla de las FARC-EP, mientras que el país todavía resentía la crisis económica más aguda del siglo XX ocurrida en 1999 y no levantaba la cabeza ante el peor momento del conflicto armado en la historia.

En ese sombrío panorama la extrema derecha encabezada por Uribe logró unificar al conjunto de la élite y cultivó una base social entre sectores populares para configurar un consenso alrededor de la guerra y la militarización del país. Esto le permitió legitimar 6.402 ejecuciones extrajudiciales, en su mayoría jóvenes que no participaban de la confrontación, detenciones masivas, espionaje a la oposición, o el bombardeo con mísiles teledirigidos de territorio ecuatoriano en 2007 so pretexto de atacar un campamento guerrillero. Todo esto con el apoyo financiero y militar de Estados Unidos y mientras profundizaba el neoliberalismo, destituía en masa derechos sociales y fortalecía exponencialmente los derechos del capital.

Después de que el Centro Democrático y Uribe se asumieran como oposición a Juan Manuel Santos, gobierno que habían impulsado inicialmente, y a su política de negociación con la guerrilla de las FARC-EP, las y los jóvenes de Colombia comenzaron a plantear serias distancias con el uribismo pues se ha encargado de sabotear la materialización del Acuerdo de Paz y se empecina en mantener al país en estado de guerra, bien con un enemigo interno que ha ido cambiando de nombre -antes guerrilla, después terrorismo y ahora vandalismo-, bien con un enemigo externo encarnado en Venezuela y su presidente, Nicolás Maduro.

La actual protesta es también la culminación de ese alejamiento que se ha transformado en franca ruptura tanto con el uribismo como con las Fuerzas Armadas, en particular la Policía que, despojada de su carácter civil por la dinámica del conflicto armado, se ha convertido en un agente de violencia cotidiana gracias a su doctrina y a que cuenta con fuero penal militar. El histórico clamor de víctimas y movimientos sociales para frenar la guerra hoy se ha convertido en una bandera nacional y en las calles las y los jóvenes pintan inmensos murales afirmando sin miedo que son “antiuribistas”, una declaración de la opción política preferente para ellos y ellas: la de rechazo a la represión, al ESMAD, el paramilitarismo, el autoritarismo, la criminalización de la protesta y la corrupción. El uribismo va más allá del propio Uribe y se ha convertido para muchos sectores en el símbolo de todo lo que requiere ser superado para el ejercicio del poder. Su condena puede interpretarse como una señal de que, por fin, Colombia se asoma al quiebre del consenso de la guerra instalado en los albores del siglo XXI.

Todo es incierto y no es posible saber cuál será el desenlace del Paro Nacional, atravesado por la complejidad de una negociación que debería pasar por lo local donde está el corazón de esta protesta masiva pero no centralizada ni dirigida por una única cabeza. No obstante, hay razones para la esperanza en esta escuela de calle, lucha y solidaridad. Al final de cuentas, este tiempo telúrico que vivimos en Colombia nos muestra que las y los jóvenes, en medio de complejidades y contradicciones, tienen corazón para una política distinta, una política que le tribute a la vida antes que a la muerte.

Sobre la autora

Sandra Carolina Bautista es Docente universitaria. Integrante del Grupo de Trabajo de CLACSO “Estados en Disputa” y del colectivo Me Muevo por Colombia en México. Estudiante del doctorado en Estudios Latinoamericanos de la UNAM. 

Notas

(1) Apelativo para nombrar a las y los jóvenes en Colombia, es equivalente a pibe y piba.

(2) Actualmente Álvaro Uribe afronta más de 70 procesos judiciales, incluidos 28 de tipo penal. En agosto de 2020 fue privado de la libertad en una investigación por manipulación de testigos en otro caso que investiga su vinculación con el paramilitarismo, hecho inédito en la política contemporánea. Después de dos meses de casa por cárcel recuperó la libertad.