Ciudad Vieja es el barrio de Montevideo en donde confluye la mayor cantidad de fantasmas. En esa pequeña península pegada a un puerto aparecieron los primeros establecimientos de la capital uruguaya y, con ellos, se fue forjando la épica de la patria. Detrás de una muralla que hoy ya no existe, en una zona diminuta en la que se chocan todos los vientos, crecieron y nacieron próceres, personajes históricos, excéntricos de la vida social y artística de este territorio oriental. Desde “La cumparsita” hasta Isidore Ducasse, el Conde De Lautréamont.
En los últimos años, gracias al fenómeno conocido como gentrificación –la construcción y renovación de edificios lujosos y la consiguiente suba del valor inmobiliario- el barrio se convirtió en un lugar que une un pequeño entrevero -oficinistas de La City, abogados, comerciantes de toda la vida- junto a sus nuevos colonos, los miembros de la llamada “clase creativa”: pintores, poetas, músicos y directores de cine instalados en grandes espacios, que pueden hacer las veces tanto de glorificados conventillos, galpones para fiestas, o galerías de arte moderno.
Desde hace un par de años, el Espacio Alzáibar es uno de esos refugios artísticos de la zona. Inaugurado en el año 2020 poco antes del comienzo de la pandemia, se trata de la creación del artista Darío Nicola junto a su pareja, con la intención de transformarlo en un centro en el que convivan diversas formas de hacer y mostrar el arte y la cultura.
Como parte de esa propuesta integradora es que nació la “Sala Rosa”. Los martes a las seis de la tarde llegan varones gays de diferentes edades y relacionamientos con la pintura y encuentran un taller de expresión para el ejercicio de las artes plásticas; desde la observación y reproducción de naturalezas muertas, el estudio de la anatomía como herramienta, el retrato y, más allá de la esencia queer, el manejo de la técnica, los modos de la pintura y el trabajo.
“Por más rosa, yo parto de una idea común a cualquier otro taller: que la gente salga sabiendo pintar. Cumplimos con estudios clásicos. Trabajamos desde los materiales más duros a los más blandos; dibujo, lápiz, carbonilla, óleo pastel, acrílicos, acuarelas, etc. Hasta que ellos vienen con un proyecto determinado pero sabiendo de qué manera podrán trabajarlo. Yo soy un facilitador”, le explica a Infobae Darío Nicola, el respondable de llevar adelante el taller.
Este mentor de las nuevas generaciones del arte queer montevideano dice no creer en los dones sino en la disciplina. Si alguien llega a pintar tres horas por semana, aunque venga sin un bagaje técnico concreto, llegará a valerse por sí mismo en algún momento. Tal como lo hace un pianista o un basquetbolista, se hace un entrenamiento de la estética.
Libertad para amar… y para pintar
Tras la recorrida de cortesía a Infobae para mostrar todos los rincones de su espacio, Darío está sentado en su escritorio. Lo rodean varios cuadros que han sido colgados en una enorme pared de forma provisoria. Hace unos días hubo un rodaje en el lugar y todo debió ser cambiado y reacomodado.
– Estoy frente a un Mazini original. Quedó divino.
El cuadro, pintado por Marcos Mazini, un joven que forma parte de la Sala Rosa, muestra en colores pop a un hombre en cuatro, visto desde atrás. Se ve una enorme espalda firme y rabiosa, las nalgas erguidas bajo un slip amarillo y gritón, dos piernas musculosas. Allá, a lo lejos, la cabellera.
Su autor tiene 25 años. Es Licenciado en Física y cursa la Maestría. Estudia con Darío desde el 2019, podría decirse que es fundador de “Sala Rosa” y desde esa época ha pintado y expuesto sus trabajos en diversas ocasiones. La última exposición en la que participó fue “Punto rosa”, que se hizo en el espacio a fines del 2021. Su predilección a la hora de pintar son las figuras humanas, como el machote que ahora está colgado en la pared del escritorio de su profesor.
“Rescato el ambiente y la dinámica que se genera. Es un espacio donde uno puede pintar lo que sea, siempre con Darío detrás. Pero lo mejor es el intercambio con los compañeros. A todos los que vamos nos atraviesan cosas en común y se genera un lugar de charla, escucha, contención y creación artística bastante difícil de encontrar en un taller tradicional. Es un espacio de libertad”, asegura.
El propio Darío también se ha contagiado de la frescura y desinhibición de sus jóvenes alumnos. En el 2017, comenzó a crear una obra llamada “Grindr”, en alusión a la popular aplicación de encuentros para hombres gays, que acaba de exponer. En ella, aparecen hombres como monstruos, hay una idea similar al de una crónica o un ensayo sociológico. Como textos sobre tela, hablan de la forma descarnada que hay en el trato entre varones gays.
Con la obra, Nicoletto –tal como firma Darío sus cuadros- dividió a los espectadores y la muestra tuvo reacciones mixtas. Si bien su trabajo ya incluía un fuerte componente gay y erótico, esta vez, mover algunos engranajes de la crítica o la parodia le trajo voces de rechazo por parte de la comunidad queer, que no deja de tener el gen uruguayo de sentirse más comodo con lo no confrontativo.
Un taller de pintura gay no es un acto político. ¿O sí?
Darío aclara que en la formación de un taller gay no hay un gesto político o una actitud rebelde cuestionadora del “status quo heteropatriarcal”. De hecho, enfatiza que haber creado un grupo de varones gays “se fue dando” a medida que los antiguos alumnos lo seguían hasta este nuevo espacio y se sumaban nuevos talleristas con intereses similares. No hay otro factor más que el dejar fluir las cosas.
Sin embargo, pese a lo que manifiesta, es innegable que la idea del taller tiene un sesgo disruptivo. Se trata de un núcleo de artistas creando y trabajando a partir de la estética gay; de sus deseos, colores, sus diferentes pasiones y tonos. Se trata de un hecho desafiante en un contexto donde cualquier cosa que escape a la heteronorma genera incomodidad. En Uruguay un ojo macho delineado desacomoda el universo.
Si bien se trata de uno de los países que más ha avanzado en conquistas sociales en la última década -Ley de Aborto en 2012, de Matrimonio Igualitario en 2013 –, y la moral de cualquier iglesia está fuera del ámbito del Estado desde principios del Siglo XX, los resabios de la sociedad uruguaya discreta y gris todavía perduran.
Para muestra, un beso: en el 2016, la artista Agustina Errecarte May se volvió viral con una pintura que mostraba, apelando a una estética naif, a dos jugadores de futbol con las camisetas de los equipos más populares del país -Peñarol y Nacional- dándose un beso dentro de un corazón.
La obra en cuestión había sido expuesta en los pasillos del Mercado Agrícola de Montevideo y numerosas personas presentaron quejas argumentando que no se trataba de una imagen “apta para toda la familia”. El debate sobre el cuadro se trasladó a las redes y duró días. Un beso puede decir más que mil palabras… mientras no sea el de dos hombres. En ese caso solo significará “polémica”.
Homosociabilización sí, cruising no
A Sala Rosa hay quien llega de otros talleres en busca del manejo de un código compartido junto a otros varones gays. El taller aleja a los participantes de la mirada prejuiciosa que pudiera verse en lugares más tradicionales cuando elijen pintar el varón de sus fantasías en un ejercicio plástico. Allí todos conocen el lenguaje que el otro habla.
Si alguien viene con un conocimiento cero de las artes plásticas también encuentra su curso intensivo para poder llegar al punto de partida de aquello que quiere encarar. La tarea, detrás de todo, siempre es el arte. Aunque alguien elija pintar una serie de hombres musculosos, otro elija pintar futbolistas o artistas pop, allí no se pierde el foco de la pintura. Darío lo deja bien en claro.
“Han venido personas con otra idea. Creyendo que el ambiente podía ser otro, más sexual, más cachondo. Pero no quiero que sea vulgar la situación, si viene alguien equivocado, creyendo que porque somos todos varones gays se puede desubicar, tengo que pedirle que ya no venga. Prefiero perder un alumno, que perder un grupo armado. Este es un taller de pintura en un espacio cultural. Y además, es mi casa. Es mi hogar, el de mi novio, mi perro, mi gata”.
Darío termina de reflexionar y enciende un cigarro -luego vendrá otro, y después otro-, pausa su frase, y el humo da dos o tres vueltas bailarinas y desaparece cuando vuelve a hablar. Está cayendo la noche y las calles estrechas de Ciudad Vieja empiezan a hacer silencio: el remolino imparable de gente comienza a desaparecer. Metidos en el silencio, las pinturas esperan sobre los caballetes. Pronto seguirán naciendo hombres musculosos y drags despampanantes con la llegada de nuevos alumnos.
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