La historia por lo pronto tiene dos días. Que se contarán con bronce si le va bien, o que pasarán al olvido si le va mal. El primer día desmintió los rumores que él mismo generó, el segundo llegó con un grito del Interior. Porque Massa tuvo su “tajaí”, su sapucay, la voz de gobernadores, intendentes y dirigentes que pidieron que llegue al gobierno. Massa fabricó esa demanda porque cuidó esa apariencia: no quería ofrecerse, quería aceptar el ofrecimiento.
¿La llegada de Massa al gabinete marca el fin de la crisis oficialista? Por lo pronto, la interrupción de esa larga corrida política dentro del Frente. Esa corrida fue también una larga corrida por izquierda que, curiosamente, terminó coronando a Massa. Hay un dicho que dice “tanto nadar para morir en la orilla”, que podría reescribirse: tanto putear a Guzmán para terminar en Massa. Lo cierto es que es un gobierno que terceriza en él la tarea que los “socios mayoritarios”, con su matete de pruritos ideológicos, no pueden/no quieren hacer. Dejar el gobierno en manos de Massa, pero después, como el rey de El Principito, si le “sale bien”, adjudicarse la orden de lo que hizo correcto.
Massa no es un misterio. No tiene un discurso para cada tema, no maneja el tono expansivo de Cristina que comparte lecturas y marcos teóricos ni el tono de docente y abogado de Alberto, de sobremesa, con una novela de Le Carré recién comprada en un puesto de plaza Lavalle. Massa viene sin biblioteca y sin guitarra. Massa es como estos tiempos: sin margen, corre y vuela, es más“corto”, lee sobre economía y escucha cumbia. No tiene mucho que ocultar porque tampoco tiene mucho que mostrar: sus límites son claros de cara al sol.
Nadie se hará el distraído: todo el mundo sabe lo que piensa de Venezuela, de la economía privada, de las leyes penales, de los Estados Unidos, de las huelgas docentes, de la seguridad. No lo desvela “lo Magnetto”, ni el culebrón contra “las corporaciones”. Massa, en temas ideológicos, viene sin letra chica. Su promoción no tiene aclaraciones que se escuchan en fast forward. Después de semanas fatales, el Frente de Todos encuentra un camino para intentar resolver algo de su crisis: un baño de sinceridad. Si Massa es claro en lo que vende, entonces esperemos que sean claros los demás en lo que compran. El país ya no acepta “devoluciones” en el juego narcisista del oficialismo. Tanta procrastinación presidencial, tanto discurso de izquierda de la facción kirchnerista, tanta zozobra general y, al final, llega Massa al poder. Si quieren una solución massista para los problemas argentinos, entonces a conformarse con lo que Massa es. Lo que ves es lo que hay. Es opaco –como todo político– pero no es “secreto”. El kirchnerismo a todos que les legaron poder (Scioli, Alberto) les pidieron ser lo que no eran. ¿Y ahora? El Frente de Todos tiene este recurso, que probablemente sea su último recurso. Massa es de una sola pieza: no tiene jefes políticos (como sí tiene Scioli, que hizo un culto al amor filial con Alfonsín, a la lealtad con Menem o a la obediencia con Kirchner). Más bien tiene líderes-empresarios, hermanos mayores con billetera para sostener su aventura.
Massa tiene un principal escollo: se divorció de la sociedad. Lo miran de reojo, le desconfían incluso en su antigua base de capas medias y medias bajas. Pero su vínculo con la sociedad no puede recomponerse bajo encantamientos sino con resultados. La sociedad ya no le pide a Massa una canción de moda, le pide que baje la inflación, mientras otros le piden que devalúe, y el Fondo le pide que baje los subsidios. Él le pone el ojo a su vieja base (la del mínimo no imponible, la de la inseguridad). Pero no es recíproco. Igual él se la banca. Su ambición construye un relato, aunque ese vértigo venga con una duda: ¿llega exactamente a qué? ¿A solucionar la crisis del Frente de Todos o también la del país? ¿Sólo a terminar el mandato o a parir una nueva era? ¿A estabilizar, a devaluar? ¿A devaluar cuánto? ¿A no devaluar? ¿Podrá hacer que la inflación arrugue y se quede aunque sea en dos dígitos? ¿Viene a poner calma aunque él no se calme nunca? Porque así son los políticos que quieren ser los favoritos de los que no les gusta la política: anormales que simulan que son como vos, como tu tía Coca, como tu primo Juan, como todos los que desde La Salada o Caballito sueñan una vida de casa al mercado y del mercado a casa. Decíamos acá que tiene el gesto en la cara del que canta baladas con los ojos cerrados, pulóver escote en ve sobre los hombros, butaca en el teatro Rivadavia, caminata romántica hasta la pizzería después de un recital de Arjona. Pero Macri lo hirió de muerte: le puso en el etiquetado frontal “ventajita”. Lo paseó por Davos, se arrepintió. Contra la lógica, Macri no sólo previsiblemente odió a quienes “resistieron”, sino, y mucho, al peronismo que le negoció, que le trabó el shock, que le loteó el ajuste, que le modificó leyes. El siglo XXI argentino tiene más problemas con las paritarias que con una “Moncada”.
Massa pasó de ser aquel lejano freno a una virtual reforma constitucional de Cristina a algo más agonizante: a ser necesario para que el actual gobierno peronista termine su mandato. Los desafíos de la democracia se fueron poniendo modestos con el correr de los años. “Que un gobierno no peronista termine su mandato”, rezaba uno muy solemne que al final cumplió con Macri. Esa fue su promesa cumplida. Pero esa misma promesa venía con un subtexto: “Que un gobierno peronista no termine el mandato”. Macri logró ese primero: un gobierno no peronista aterrizó a término. Costó, lo logró. ¿Alberto está en condiciones de no cumplir el segundo anhelo “republicano”? Porque esta es la hipótesis extendida en el campo opositor: que de una vez les explote a ellos. Que la bomba les explote a los peronistas. Que paguen ellos el costo. Que ajusten, que bajen el gasto, que gobiernen sin billetera ni superioridad moral. Que no tengan Consenso de Washington ni viento de cola. Que tengan viento de frente. Por eso, tampoco hay ansiedad cacerolera. El gobierno está a tiro de cacerolazo. ¿Pero por qué no ocurre? Porque nadie en la oposición está “ansioso” por acelerar los tiempos. Porque Larreta los días de más zozobra en la crisis le chatea a algún amigo peronista (“¿qué está pasando?”). Uspallata tiembla. Nadie quiere agarrar antes y ser el rostro de las malas noticias. Que lo haga el peronismo esta vez. Y no cualquier peronismo, éste: el de izquierda, el progresista, el kirchnerista.
Escuché por ahí: “Este festival de renuncias es el cinco presidentes en una semana de una nueva generación”. Las cosas que pasamos desde 1983 nos dieron cuero duro: las sublevaciones militares, el ataque guerrillero a un cuartel, las hiperinflaciones y los saqueos, el miedo a los carapintadas y el miedo a los remarcadores, los cambios de moneda, los dos atentados terroristas, el corralito y los saqueos, la huida presidencial en helicóptero, las corridas cambiarias y las devaluaciones, el accidente ferroviario y Cromañón, las mega corrupciones, el SIDA y la Pandemia… La sociedad sabe por vieja. Mira de reojo a Massa y saca cuentas. ¿Se parece a Duhalde? Sí, también entra un poco por la ventana. ¿Se parece a Néstor? Sí, no duerme. ¿Se parece a Menem? Sí, se confía a su carisma (ése fue el primer uno a uno de Menem: conquistar de a uno al pueblo). Pero ésas, más que sus virtudes, son sus voluntades. ¿Ganó “batallas culturales”? Sí: ya no debe haber municipio sin su “camarita de seguridad”.
Analizar el albertismo, es decir, analizar a una identidad hecha –digamos- de posverdad (el albertismo es lo que nadie fue, ni Alberto), se nutrió de un vacío insoportable. No necesitamos sólo líderes, necesitamos épocas. Las traiciones se perdonan, el vacío no. Massa, en cambio, produce el efecto de algo que está más allá de lo que dice, de cómo lo dice o de a quién se lo dice: es un proyecto personal de poder. Por lo tanto no quiere ser el capitán veto, esa aburrida disputa por voltear ministros en medio de la crisis. Porque lo que en esta Argentina engrietada, nepotista, enredadísima, abunda son los “actores de veto”. Massa tiene lo que hasta ahora no tuvo el gobierno: alguien que pide poder, que lo encarna. Que no juega al “no”. ¿Qué queda? Si hasta acá todo lo que se multiplicó por kirchnerismo dio kirchnerismo y todo lo que se multiplicó por albertismo dio la nada, su opción evidentemente será superar este “entre el ser k y esa nada”. Massa quizás no es mesiánico pero la tarea sí lo es.
Esta crisis no tiene nombre, ¿cómo llamarla? Nuestra democracia está marcada por dos: 1989 y 2001. No hay “años noventa” ni menemismo sin entender el colapso de 1989. No hay kirchnerismo sin entender el colapso de 2001. Pero las crisis tienen nombres: 1989 se llama Híper y 2001 se llama Corralito. Y ahora vivimos esta corrida, este salto inflacionario, esta crisis en movimiento, en la que el peronismo no sabe qué hacer o cómo hacerlo. Una crisis sin plan peronista, a diferencia de 1989 o 2001.
La Argentina es un cementerio de monedas. La moneda es el refugio, el ahorro, el futuro. Esta sentencia sobre la ausencia de una moneda propia se prescribe mucho “por derecha”. Pero la única verdad es la realidad, y las verdades son ambidiestras. En un lavadero de autos piden gente, en la cadena Tomasso piden volanteros, en el supermercado Chino piden un cajero. La rueda de la economía por momentos parece desenfrenada: no se sabe si en su ocaso, pero mientras gira, se oxida, gira, y se rompe. Habrá que retomar la metáfora de Alejandro Bercovich de 2013 sobre el “capitalismo punk” para entender algo de este momento: no hay futuro, es “solo por hoy”, consumo ya, presente perpetuo. Y un punk cada vez más de garaje. Como si fuéramos parte de un juego descontrolado: se repartieron billetes falsos y la gente corre a sacárselos de encima. Cuando se prenda la luz el que tenga un billete en el bolsillo pierde. La cosa está oscura, pero en movimiento. La crisis es sobre todo crisis de futuro. La economía crece o agoniza, se mueve, estamos entrando a una recesión, nos dicen. Los informales tienen su escuela técnica de finanzas: mercado pago. Galperín come de ahí, es el líder oculto del emprendedor, de la fe en el milagro del rebusque, la capilla de la crisis del vendedor de agua caliente que en la playa camina kilómetros y lleva, al lado de una maqueta de submarino en homenaje al Ara San Juan, el aviso de que acepta mercado pago. Somos la religión capitalista de los últimos días. Y en el centro del poder un vacío frenético: el baile de las sillas. Eran tres, y como dice un amigo, Massa “se quedó con el fondo de comercio de Alberto”. ¿Ahora habrá dos? Pero Alberto tiene todavía el lugar. El sillón. La lapicera. Mientras todos corren. Los comunes a llegar a fin de mes, los funcionarios a terminar el mandato, los opositores a hacerse un poco los boludos hasta que las brevas maduren. Caló en su último mensaje antes de perder el gremio lo decía: “Puedo pedir 60% de aumento, pero necesito que paren la inflación”.
A Alberto Fernández le tocó ser también el presidente de un tiempo que todos querremos olvidar. Por supuesto que en Argentina tirás una semilla y crece una nostalgia. Pero, ¿quién extrañará la Pandemia? Alberto tiene tatuada la época de la que huimos y de la que le toca hablar. Corre, Lola, corre. El rey del Guaymallén se ríe del dólar, parece Caruso Lombardi. Y en este cadalso Massa quiere. Quiere ser el que inaugura una época antes de que se inaugure el tiempo de cacería. Massa, que “ayudó” a Milei, como dice Maslatón (y que es lo que todo el mundo “sabía”), vende cara la piel del oso. El tigrense nos dirá: nací para matar a la política, pero soy el último político, si construyo mi poder, por añadidura, ustedes tendrán nación. Un poco así fue siempre. Da miedo, da escalofríos. Y no da para más. Ya se escribió demasiado.
MR