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Pablo Tabernero, judío errante

Cuando pienso en Pablo Tabernero pienso en el almirante, aquel que distingue Salvador de Madariaga en Vida del muy magnífico señor don Cristóbal Colón. Por aquello de Plutarco y otros paralelos, las vidas de ambos están signadas por un mismo dilema: ser judío. Supongo que esta hubiera sido una pregunta que me hubiera gustado hacerle a Rozitchner. El próximo 24 de setiembre, León habría cumplido noventa y ocho y yo hubiese ido hasta la puerta de su bulo en la calle Pampa con una tarta de manzana listo para el desafío. No me queda más remedio que conformarme con su evocación y seguir pensando.

Entre Colón y Tabernero fue este último el más contundente es la admisión al rotular su trunca autobiografía Memorias de un judío errante. Esta confesión de partes tuvo lugar en su modesto departamento en las afueras de Nueva York, cuarenta años después de la derrota del nazismo en Europa. Colón no tuvo la misma suerte. “Las condiciones no estaban dadas”, diría León. El descubridor no llegó nunca a consentir, y vivió preocupado por embarrar la cancha, por disuadir a sus perseguidores disimulando su origen con intrigas y medias verdades que habrían de preservarlo de la hoguera española y el cadalso genovés.

Apuntes para otro documental

Tabernero fue director de fotografía berlinés, uno de los mejores de los que haya tenido noticia el cine americano. A los veintitrés años consigue escapar de la Gestapo y a los 27 de España, poco antes de la caída de Catalunya a manos del generalísimo Franco. En aquel primer exilio español, Tabernero había colaborado como documentalista en la columna de Buenaventura Durruti.

Su verdadero nombre fue Peter Paul Weinschenk, apellido heredado de sus ancestros bávaros dedicados al comercio de vinos. Su primer y segundo nombre merecerían una consideración aparte por tratarse de firmes concesiones a la conversión de sus padres en un tiempo en que fue más importante mostrarse como alemán que vivir aferrado a tradiciones familiares. 

 Al desembarcar en Buenos Aires en octubre de 1937, Peter Paul Weinschenk repite la operación de su bisabuelo y en su primer filme argentino (“Prisioneros de la tierra”) aparece como Pablo Tabernero, director de fotografía. Razones para cambiar su nombre no faltaban. En primer lugar, la embajada alemana en Buenos Aires andaba tras los pasos de exiliados judíos en las dos orillas del Río de la Plata, por otro su nombre figuraba en los créditos de varias películas producidas por la Confederación Nacional de los Trabajadores, brazo político de las milicias anarquistas en Catalunya. Treinta años más tarde, ya en los Estados Unidos, el berlinés habrá de conjurar los precedentes en la fórmula Pablo Weinschenk-Tabernero. Para entonces ya se sentía más cómodo, quizás más seguro, una seguridad de la que don Cristóbal no llegó a disfrutar.

Quizás la admisión del origen por parte de Tabernero fue en parte por aquello que en la vejez uno busca refugio en las creencias de nuestros antepasados, quizás porque ser judío en Nueva York no sólo no representa peligro alguno, sino que forma parte de un todo. Pienso que don Pablo pudo haber visitado muchos de la delicatessen donde quizás se reencontró con los varenikes de su bobe polaca. También es posible que el sonido del Yiddish que todavía se resonaba entre los comerciantes de cámaras fotográficas en los tugurios de la novena avenida y Times Square le hubiera recordado algo de aquel pasado que con tanto empeño ocultó hasta de sus propios hijos.

En Nueva York, Tabernero habrá de convertirse primero en conservador republicano que mira por el espejo retrovisor un pasado que por momentos parece irreal. Camisas pardas allanando su departamento en Berlín; la huida en tren hacia Paris muerto de miedo; el arribo a Barcelona en busca de una salida; la revolución del ´34, la larga marcha junto a Durruti; las bayonetas que enarbolaban los calzones sangrientos de mujeres que pagaron con su virtud el precio de haber vivido bajo el bando nacionalista; la captura en altamar y los interrogatorios en Ceuta; el olor a miedo en las calles de Ámsterdam; la fuga. Luego Buenos Aires, un Luna Park repleto de nazis, los agentes de la embajada alemana tras los pasos de los judíos exilados…

Aquel pasado, revuelto y revoltoso, habría de permanecer oculto hasta que el insoportable documentalista viniera a remover escarchas. El documental suele ser así de insolente, y con esa insolencia se gana el aprecio de unos y el vilipendio de tantos.

Los herederos de Tabernero no quieren oír hablar de su condición de judío, mucho menos de su participación en la columna del anarquista Buenaventura Durruti. A los hijos de Colón les pasó tres cuartos de lo mismo. Pero me quedo tranquilo a sabiendas de que el director de fotografía titulo sus notas biográficas en términos inobjetables: Memorias de un judío errante, por Pablo Weinschenk-Tabernero. 

EMB