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Sergio Aisenstein, la muerte y la brújula

Sergio Aisenstein, creador del Café Einstein a finales de la dictadura y de la discoteca Nave Jungla (que funcionó durante todos los noventa), acaba de morir a los 64 años. Fue una figura clave de la contracultura porteña y la suya fue una vida de novela. Colaborador de la emblemática revista Expreso Imaginario y conductor del programa radial Tren Fantasma, luchó por un mundo mejor con una navaja, una copia del I Ching y una brújula. Con esas herramientas logró sobreponerse a todo tipo de peligros durante su exilio en Europa, a donde llegó escapando del riesgo país (eran otras épocas). Un amigo suyo había sido secuestrado y él era el siguiente en la lista.

Así comenzó su derrotero, ciudad por ciudad, con el filo del cuchillo como escudo, los hexagramas como oráculo y el norte como guía. En versión punk y haciendo dedo, deambuló entre heroinómanos, ocupas y Hare Krishnas. Hasta volver deportado, en avión, a la casita de sus viejos. Allí comenzó todo, según el mismo lo explicó en una entrevista con Página 12. “El inicio hay que buscarlo en la biblioteca de mi padre. Mi viejo era muy sensible. Llegó a ser violinista de Pugliese y de Troilo. Se dedicaba a las artes gráficas, y las editoriales le regalaban libros. Su biblioteca era gigante y llena de libros extraños, fantásticos. De Gurdjieff, Ouspensky, Lao Tse, Carl Jung. Textos sagrados de la India escritos en sánscrito. Libros de iluminaciones, de dimensiones ocultas. Había uno con unos dibujos dorados de los Samuráis que no me lo olvido más. Cuando era chiquito le pedí a mi hermana mayor Liliana que me leyera algo de ese libro. Me contó que era el libro de los Guerreros Celestes y me leyó una frase: Antes de combatir recuerda que ya estás muerto. No me la olvidé, me persigue”.

La frase encerraba una lección sobre el coraje que lo acompañó durante todo ese proceso de adaptación de un cuerpo en movimiento constante que conecta, también, con la física cuántica. “Cuando una partícula o una forma de vida cae en un medio extraño o diferente, solo pueden ocurrir dos cosas: que esa unidad de vida sea exterminada o que esa misma unidad cambie o transforme todo el medio para poder vivir”. El texto era de Albert Einstein y cuando Sergio lo leyó en una revista, una mañana al sol, supo que ése sería el nombre del espacio que quería crear.

Junto a Omar Chabán y Helmut Zeiger, abrieron el mítico lugar y en una casa, ubicada sobre Pueyrredón y Córdoba, comenzaron a escribir parte de nuestra historia reciente. Sumo, Soda Stereo, Los Violadores o Los Twist eran la válvula de escape para todos los años que habían bañado a nuestro país en sangre y dolor. Era el fin de una época y el comienzo de otra. “Una borrachera, un carnaval, con una resaca de un montón de porquerías”, recordaba. Era un tiempo con ídolos de raros peinados nuevos. Algunos directamente pelados.

“Luca (Prodan) era un osito de peluche. Un tipo que leía todo el día y usaba unos anteojos de culo de botella. Un tipo cultísimo y un gran chef. Pasábamos hasta 15 horas seguidas charlando en casa. Cuando partió, fue la persona que más lloré en mi vida. Incluso más que a mi viejo”, recordaba en una entrevista con el diario Perfil realizada en 2016. Ese mismo año, Aisenstein publicó Freakenstein, una autobiografía tan completa como atrapante y truculenta. En especial el capítulo 8. “Jamás pensé que podía convertirme en un asesino. Llevaba una navaja automática aferrada a mis dedos escondida en un bolsillo del pantalón, (Diana) Nylon y yo estábamos en una frontera de Turquía. Pasaban las horas y nadie se animaba a levantarnos. De golpe un Mercedes-Benz nuevo que venía a altísima velocidad frenó a ciento cincuenta metros. Corrimos hacia él. Cuando abrimos las puertas y vimos los rostros supimos de inmediato que era un pasaporte al infierno. Pero ya era tarde. No teníamos alternativa. Sentados en la parte trasera escuchamos cómo gritaban en un idioma extraño. Parecían iraníes. Estaba seguro que eran traficantes de opio o heroína, en todo caso sujetos sumamente peligrosos. Nos habían levantado para quedarse con mi mujer rubia, y yo por supuesto, era una simple molestia que se la sacarían de encima en poco tiempo…”. El asunto se dirimió a navajazos, con un auto huyendo a toda velocidad. Fue una de las tantas fugas que marcarían su vida.

Nave Jungla, según explicaba, era un lugar para viajar. Con alcohol, con LSD o a pelo. “La Nave me trasciende a mí”, aseguraba sobre ese reducto de fenómenos extraños donde reventaban las estrellas de la noche palermitana. Pero, a diferencia de Chabán, Aisenstein no forzó su negocio y tras el cierre de la discoteca no volvió a abrir otra. Tampoco lo siguió en la aventura de Cemento. “Un sexto sentido me indicó que algo no iba a funcionar”, recordaría años más tarde, casi como una premonición del destino trágico que tendría Republica de Cromañón. Sobre el recuerdo de Nave Jungla, diría en una entrevista con la revista Mad House: “Prefiero dejarla dormir en el inconsciente colectivo de la gente. Incluso la Nave Jungla es más conocida que yo. Todo el mundo sabe qué es la Nave Jungla y no quién es Sergio Aisenstein. Es algo que me trasciende, como si fuera el Parque Japonés. No importa quién la hizo”.

Durante su carrera, también se desempeñó como escritor, guionista y productor televisivo en señales como TN, Canal (á) y Sólo Tango (creó el programa La Menesunda), además de dirigir el documental El hombre que baila, sobre la vida del tanguero Héctor Mayoral.

Antes de su publicación, este texto de despedida terminó por equivocación en un chat de amigos. Uno de ellos, emocionado al recordar la magia de Nave Jungla, celebró aquel lugar “como un arca de Noé que rescataba de la noche a muchos seres geniales”. En definitiva, otra nave que transportaba a los seres que habitan una jungla. Y al hacerlo, les cambiaba la vida. 

MR/MGF