No todos los escritores disfrutan de escribir textos destinados a ser dichos por otros, pero hace bastante tiempo que Tamara Tenenbaum descubrió que podía convertir ese oficio en uno que a ella le calzara como anillo al dedo. Como guionista y dramaturga, no solo aprendió a escribir para que otros actúen: se metió de lleno en sets, en camarines y en ensayos, y se enamoró del universo y la subjetividad de los actores, esa gente especial que goza de estar en carne viva, de llorar y reír en escena para que el público también llore y se ría.
En La última actriz, su flamante novela publicada este mes por Seix Barral, homenajea el mundo del teatro haciendo lo que mejor le sale. Escuchar hablar a otros para convertir en propio su lenguaje, y conectar esa novedad con sus otros mundos y obsesiones: el judaísmo, el atentado a la AMIA, la Facultad de Filosofía y Letras, los vínculos de amor y amistad.
Como un patchwork de voces y elementos textuales, la novela está contada por dos narradoras, Sabrina y Jana. Aunque de chica soñaba con ser actriz, Sabrina, la narradora contemporánea, finalmente se decidió a estudiar Artes. Impulsada por su director de tesis y amante, la chica decide indagar en las huellas del teatro judío en la Argentina para escribir su tesis de doctorado. La investigación que se propone hacer se traba porque la mayoría de los documentos volaron con la bomba. Hasta que un coleccionista le ofrece una caja y allí descubre el diario de Jana, una actriz del teatro idish en la Buenos Aires de 1960. Y entonces, un hilo mágico comienza a conectarla con esa mujer del pasado y a sacudir el presente.
–Supongo que, como buena porteña de clase media intelectual, fuiste desde chica al teatro. Pero, ¿cuándo nació en vos ese interés más profundo que te lleva a decir “me voy a dedicar a hacer esto”?
–Mi mamá siempre fue una de esas madres que te llevan al museo y al teatro. Y después, por ser joven en determinada época, empecé a ir a ver las obras de Romina Paula, las de Spregelburd, todo eso que vas a ver porque “hay que verlo” si fuiste al ILSE o vas a Puan. Y unos años más tarde pasó que me puse de novia con un actor y empecé a ir al teatro con muchísima más frecuencia. Y me empezó a gustar. Y después empecé a pensar que era algo que yo eventualmente podía hacer, como cuando vas a un restaurant y te preguntás “este plato cómo se hará, quizá lo podría copiar”. A la par yo misma empecé a tomar clases de teatro en Bravard, la escuela de actuación de Santiago Gobernori y Matías Feldman. Y a medida que empecé a ver más obras también empecé a conocer a más actores, y a charlar con ellos. Y a preguntarles cosas, porque los actores tienen la gracia de que les encanta hablar de sí mismos, contarte lo que hacen. Como a mí también me encanta hablar, pero no tengo ningún tipo de goce en mostrarme o que me vea un montón de gente –nunca fui de esas nenas a las que les gustara hacer un show en su casa para que todos los adultos miraran– siempre me fascinó todo lo que tenían para contarme.
–Las dos narradoras de La última actriz tienen un vínculo complicado con la actuación. Sabrina directamente abandonó el intento de dedicarse al teatro cuando se dio cuenta de que no iba a ser suficientemente buena; Jana vive envidiando a quienes consiguen los papeles principales que ella no. Me da la sensación de que ese es un tema que te desvela: lo que nos toca en la repartición de talentos y qué hacemos con eso.
–Las dos protagonistas de esta novela son híper racionales, lo que justifica un poco que reflexionen sobre sí mismas todo el tiempo. Es muy difícil, de otra forma, armar el verosímil de por qué un personaje está todo el tiempo hablando consigo mismo o por qué piensa tanto sobre sus propios actos, por eso mi recurso es que siempre sean un poco curiosos, preguntones, inquietos. En el caso de Sabrina, es una investigadora en artes escénicas, no hay que ni explicar por qué es como es. En el caso de Jana, la explicación que encontré es que es una neurótica. Y es una persona a la que le cuesta ser actriz, en parte por eso. No te digo que los buenos actores no sean neuróticos, muchas veces lo son, pero hay algo que pueden destrabar en escena, algo que les fluye. Y me di cuenta de que si Jana iba a ser así, evidentemente tenía que ser una actriz que actuara mal, tenía que tener una traba ahí. Es terrible, pero hay algo que ella no puede hacer fluir. Ojo, de todas formas, yo creo que a veces la falta de eso, esa cosa que no se aprende, que fluye, se puede compensar con trabajo. En mi cabeza, de hecho, Jana se volvió una gran actriz con los años.
–¿Y cómo te imaginás que hizo?
–Bueno, es algo que en teatro se ve mucho: no todos los actores tienen una facilidad natural, también hay laburantes. Hay gente que labura un montón y consigue unos resultados muy parecidos a los de quienes tienen un don natural. Y Jana es una laburante, por eso yo creo que debe haber llegado lejos. A diferencia de Sabrina, ella sí se anima a intentarlo.
–¿Tenías reflexiones de ese estilo cuando tomabas clases de actuación? ¿Te ibas autoevaluando y evaluando al resto?
–Bueno, yo soy más como Sabrina: “Si no voy a ser de las que fluyen me voy a dedicar a otra cosa”. Me costaba y me cuesta mucho hacer algo que no sé hacer bien. Y es una experiencia a la que los adultos solemos esquivarle. Casi nadie hace cosas que no sabe hacer bien de adulto. Creo que hasta tus hobbies se te tienen que dar un poco naturalmente. Después de las clases de matemática del colegio, ¿quién volvió a hacer voluntariamente cosas que no se le dieran bien? Es evidente que nos perdemos de algo, porque dedicarte a cosas que no necesariamente hacés bien te ayuda a cultivar la virtud y la paciencia. Pero bueno, a mí me cuesta.
–Imposible no linkear La última actriz con Julie & Julia, la película de Nora Ephron: en ambas historias, dos mujeres de distintas generaciones terminan unidas medio mágicamente por una pasión común. ¿Cómo fue que llegaste a construir a esta narradora tan obsesionada con una actriz del pasado siendo una acérrima militante anti-nostalgia? Quiero decir, ¿es posible escarbar en el pasado sin una actitud nostálgica?
–La novela tiene una apelación medio innegable a la nostalgia: creo que a casi cualquier lector le van a dar más ganas de vivir en el mundo de Jana que en el de Sabrina. Y a mí me parecía que el desafío era hacer que el universo de Sabrina fuese tan atractivo como el de Jana, esa telefonista de otra época, que asiste a unas clases de teatro que te imaginás hermosas, estrenando unas obras a las que todos les ponen una ilusión que ya nadie le pone a nada. Por eso intenté sumarle mucho color al mundo de la becaria; intenté que generara risas, ternura, identificación. Y me doy cuenta ahora de que tuve que hacer un esfuerzo consciente para que ese atractivo se generara, o que al menos eso intenté, ir contra ese prisma nostálgico con el que siento que se lee casi todo hoy en día. Dicho esto, no creo que Sabrina sea una nostálgica: está demasiado conectada con sus obsesiones y su presente. Lo que sí tiene es una cosa medio cientificista, un poquito old school si querés, como si estuviera todo el tiempo pensando “no entiendo esto de hacer una tesis sentándome a escribir lo que opino sobre el teatro, yo quiero descubrir cosas”. Por eso se inventa una misión, que se va dibujando cada vez más fuerte en ella. Una misión que, si bien tiene que ver con ir siguiendo pistas del pasado, la conecta con su investigación de una manera muy fuerte. Y eso es lo contrario de ser nostálgica.
–Pero tiene un trabajo muy sigloveintista: investigar el teatro ídish, casi extinto, ir a reuniones en la Facultad de Filosofía y Letras.
–Bueno, claro, dedicarse a la academia es muy siglo XX. Hay algo muy contracultural en destinar tantas horas de tu vida a cosas que parecerían ya no importarle a nadie, y con ese nivel de detalle. Estamos en una época en la que la gente se concentra en las cosas quince minutos. Y sentarse a estudiar con ese nivel de obsesión parece muy contracultural, en un sentido. Es rarísimo, yo vengo escribiendo esta novela hace casi tres años y jamás pensé que iría a publicarse en un contexto en que se la pudiera leer en un tono reivindicativo. Y acá estamos: hoy la leo y termina siendo una revindicación a quienes todavía piensan que construir conocimiento, aquí y ahora, es valioso, y dedican su vida a eso.
–Ese conocimiento también es construido gracias a la cantidad de documentos, programas de mano y otros papeles que se hubieran perdido en el atentado a la AMIA de no ser porque muchos civiles se ocuparon de rescatarlos, ese mismo día. Es una historia que no suele contarse.
–Sí, a mí me sorprendió mucho eso, me sorprendió que nadie nunca me hubiera hablado nunca de ese archivo, no haberme enterado antes de su existencia. Y a la vez también me emocionó saber que gran parte de ese acervo está disponible porque se ha reconstruido (eso mucho no lo cuento en la novela porque a la ficción le sirve otra cosa, que haya poco reconstruido, para que sea Sabrina quien tenga que ir tras esos papeles, pero la realidad es que hay muchas piezas del rompecabezas que se volvieron a armar). Y, efectivamente, hay mucha gente que fue a buscar papeles a los escombros, el mismo día del atentado. Eso sucedió: gente que fue a rescatar libros, papeles, carpetas. Hay algo muy judío ahí, que me interesaba que estuviera, y que tiene que ver con los dos personajes: la obsesión por los libros, y con la reconstrucción de la memoria. Pero no sola la Memoria en mayúsculas, la del “recordar para que esto no vuelva a pasar”, también la memoria más vinculada a las pequeñas cosas valiosas que hicimos y cuyos rastros vale la pena atesorar.
