Una historia para la siesta

Sin temor de equivocarme puedo contar que por el año 1940 gobernaba el país Roberto Marcelino Ortiz que inició su gobierno desde 1938 hasta 1942, año que lo sucedería Ramón S. Castillo, un Catamarqueño de origen Radical. Desde este gobierno y como para tomar un punto de partida, ya se entendía que la omisión como pecado debía ser acompañada de derecho, y así la Legislación Argentina crecía en esta materia a grandes pasos en los años venideros hasta los actuales.

En las montañas del Ambato y más bien cerca de la ruta se avistaba en una casa de esas de pueblo el nacimiento de una niña, con asistencia de una partera de pueblo como es la costumbre por esos pagos. La tarde olía a pasto húmedo de un verano que recién empezaba. Los primeros días de enero traían un regalo de Dios. Ese nacimiento representa la historia que voy a contar, la de una mujer que una vez fue niña.

El pasto olía como nunca, en ese momento las flores mojadas cargadas de agua, las margaritas de campo con la cabeza baja por el peso del agua, como si tuvieran vergüenza de que la supere el encanto la otra flor.

El horno de barro soltaba su fuego de un pan que en unos minutos saldría luego de llenar la boca del horno, después lo haría en la boca de los comensales que esperaban el advenimiento.

Don Miguel pasea y se pone la mano en la cara, sus pantalones se mojan por el tránsito de un lado a otro buscando algo de aire, causa la angustia por eso de ser agosto y suspira mas veces que en otras ocasiones. De la rodilla para abajo el agua de las plantas deja huellas en sus piernas. Se ve su felicidad contenida cuando se para en un Algarrobo con la mano en el mentón, sonríe soñando no se qué y sólo piensa cuándo será el momento.

Pasa el tiempo y todos los necesarios están adentro. Y dar a luz fue rápido. Doña Ramona, buena paridora no se hizo esperar, sacó la niña afuera donde el aire es más fuerte, donde duelen los pulmones en la primera inhalación.

Pronto y sin pensar mucho, los padres se aprestan a ver con ojos emocionados la belleza que tienen entre sus brazos. El mira la cara de su esposa, ella de la de niña; son cuadros que ninguna fotografía podría retratar. Con mucha esperanza miran a los que van a ser los padrinos. La madrina sonreía con las manos juntas, aceptado la responsabilidad y el padrino solo mira el suelo, lo embriaga de alegría tal designación y algunos tragos que tomó de pasada antes de ir a la casa.

Lo que sucedió al poco tiempo, fue el bautismo. Donde todos los conocidos llevan sus regalos, lo que tiene para ofrecer, algún animal de corral o un servicio que no es poco. Así un sábado por la tarde, con la lluvia como compañía, la bautizada bien envuelta en ropas, bien tapada y de blanco vestido almidonado, regalo de la madrina, entran a la Iglesia del pueblo de La Puerta donde deben promesa. La Iglesia lista, los pisos relucientes y las velas encendidas.

El cura sonriente recibe a los concurrentes, inicia la ceremonia donde todos se santifican en presencia del señor y todo empieza y termina de manera rápida, las caras felices, los

besos marcados en la frente, donde fuera ungida con aceite y ahora colmada de lápiz labial y lágrimas.

Los primeros en salir fueron los parientes, los amigos y al final los padres acompañados del cura, quien despide en la puerta de la capilla que tiene un desagüe de agua y moja a la niña que fue anteriormente bautizada con agua templada por la temperatura del ambiente y luego bautizada por la fresca agua de la vida, para que esta sea su primer agua fresca del verano.

La primera mujer de una familia de muchos hijos. Poca ropa, grandes sonrisas, su destino estaría marcado para siempre. Ser la primera mujer de la familia llena de esperanzas, hay una seguridad de la continuidad de la sangre con tres hijos.

Los años y los hermanos llegan y se suman las pestes de aquellos tiempos, cobran la vida de dos hijos de este matrimonio. Se mezclan tristeza y alegrías, los hijos siguen llegando y la joven María hace de madre de sus hermanos. La respetan, la quieren, se duermen con ella tocándole la cara y cuidan su sueño de niña cansada con vicios de ángel.

La Educación en esos tiempos escasea por ese pueblo, otro gentil gobernante rige los destinos de esta patria.

Sin dudar, los padres eligen que sea educada en un convento para que sea formada en oficio y sepa de buenas costumbres, así parten a la ciudad y así aprende costura, bordado y otras cosas más, que son agradecidas por la familia. En ese tiempo, las enfermedades de la época la toman presa y la promesa al santo correcto para encontrar al medico adecuado, se encarga de cumplir su tarea.

Las visitas de su padrino, Don Ramón que tenía una sonrisa con encías rojas, dientes grandes y manchados por el cigarro, anunciaba la llegada de las cosas ricas, dulces, regalos que brindaba con felicidad a su ahijada. Las visitas empezaban desde la mañana hasta entrada la tarde, entre juegos, charlas, copas de vino y sonrisas, los compadres disfrutaban de su parentela, porque ellos eran familia.

Pasó el tiempo, la niña se convirtió en mujer, costurera, dama de compañía. Su misión en la tierra es la de servir, ser útil a quien lo requiera.

De esto sabía mucho el párroco, quién resaltaba que el pecado de la omisión entre las pocas familias del pueblo, no debía suceder. No olvidar al otro, no dejar de lado al que te necesita, honrar las fiestas. El cura siempre decía así, en el club, en la parroquia, las cofradías, las reuniones de sábado para rezar el rosario, donde los niños jugaban a la pelota al botón-botón, la payana y al elástico como juegos que se preparaban durante la semana en la escuela o en la casa.

Los de más corta edad, sentados en una pirca a la orilla de los tantos arroyos que atravesaban el pueblo no soñaban con títulos, solo con poder realizar alguna destreza que los distinga en el deporte. El cortejo de bellas pero tímidas y recatadas mujeres de pueblo, se adornaban para esas titánicas proezas prometidas en voz alta por los jóvenes que juraban y desafiando tanto el peligro como el ridículo, seguro cumplirían.

Para ella, solo miradas escondidas, tímidas, recurriendo el rezo para no ser descubierta que también tenía derecho a soñar, una hazaña que tenia que guardar con mucho cuidado para que sus padres no sepan, sus hermanos no se burlen y termine en llantos de impotencia de frustración. Con el corazón roto a acorta edad. Y una preocupación de sus

padres que velaban por ella para que no sufriera. Su niña, la primera, su descanso, la mañana fresca en el sentimiento de los progenitores.

La sabiduría siempre es dar lo que se aprende a quien lo requiere o le solicita. Entre las grandes preocupaciones estaba el pecado. La formación cercana a Dios, siempre es materia de dialogo entre la vecinas, después transformadas en comadres, que tenían que formar a todos lo que requirieran. Las mayores culpas entendían que la provocaba el delito y el pecado. De delito sabían poco, de pecado lo suficiente. Y como delito casi no había, lo importante era lo otro.

A María la culpa no podía rondarla. Su entorno se encargaba de eso. Las cosas trasmitidas por su entorno blindaban el alma, nadie le haría mal. La pena le rondaba seguido, un estado de frustración la seguía por donde andaba, las responsabilidades le sobraban y como si fuera poco, llegaron los sobrinos, que también serian parte de su vida. Nació el primero y decidieron que podía acompañar a su cuñada, quien era una persona de modos malos, de mal carácter y de aprovechar cuanta ocasión se le presente para sacar ventaja de lo que fuera. Así se traslado al oeste, donde seria recibida y consultada para qué se hacía presente, a lo que respondió: “Vengo a ayudar a que las horas sean más livianas para usted y a mi sobrino que no le falte compañía hasta que diga y después me vuelvo así me mandaron mis padres, no es de antojo mi presencia, es de obediencia.”

Pasó y se acomodó donde la mandaron y estuvo durante tres meses y volvió encantada, su primera cuota de amor se presentó de una sola vez. No sabia de sonrisas que se encontraban con besos en la panza o de llantos que terminaban cuando una canción tarareada muy cerca del cuerpo y mas bien dentro del alma. Las frustraciones caían como hojas de otoño de a una, de a pocas y florecía un estado de placer que nunca antes conoció.

Cuando volvió, los nísperos de la planta nueva despedían un aroma que no era usual. Tal vez el contagio de la felicidad se extendió a esa planta que fue invadida de partículas de complacencia y se sumó sin querer a la fiesta de los sentidos, dando lo suyo.

¿Para que quiere una familia una hija inteligente si con lo hacendosa es suficiente? Solo queda en el pensamiento los deseos que el amor llegaría. Para eso es la vida, la niña debería formar familia, que seguro sería bendecida por la ausencia de maldad y nietos sanos llegarían para que esa escena se repita cada vez que llegue a casa.

Como se empiezan, los sueños se terminan. Un desmayo del padre de María por el calor, obligaría a una visita médica en la ciudad.

Las noticias no fueron buenas, no es algo fácil y rápido de curar. El consejo del médico fue viajar a Córdoba. Se dejó las cosas de lado, se repartieron la tarea entre todos y partieron con los hijos más grandes en busca de conocer más sobre esa molesta enfermedad.

Con la tarea repartida, la joven distribuía a diario responsabilidades que se cumplían. La leña para los más chicos, la cocina para los más grandes y para ella toda la carga de que esté en armonía. Las peleas son parte de juegos de hermanos, la responsabilidad de llenar esas panzas que antes se curaban con besos, una palmada para las lágrimas, un tarareo bajito para el que llora de noche en silencio, la ausencia del padre. Para ella

resignación y esperanza. Escucha con esperanza los trinos del canto del pájaro que siempre saluda, una reina mora amiga de la casa.

La inminente vuelta a casa llega con gotas frías y pequeños regalos, la lluvia de julio descansa para hacerse nieve y frío como si se mudara una nube del cielo a la tierra, la nieve blanca se fija y cuando se tiene que contar las noticias ya reunidos en la cocina, la primera mala noticia.

A la reina mora la atrapó la nieve y congeló su canto, lágrimas desesperadas por salir hacen lo suyo, visitan el suelo. El inmenso gris del panorama no cambia, la tristeza está ahí donde nadie la quiere y sabe hacer entristecer.

El sol derretía la nieve, la intemperie puede ser hipócrita, un sol que sale y las malas noticias se ponen en la mesa, la enfermedad es Cáncer, algo que se sabe malo como té de paico, por lo amargo. Puesto en conocimiento de la familia, los integrantes se paran, dan un beso al enfermo, la mano en la espalda para la madre y una lágrima para el piso de tierra vertida del ojo, salida del alma. Nada más para decir, hacer la tarea.

El vecindario se enteraba rápido, les preguntaban a los niños, siempre acompañados de algo rico como para engañar. Confirmado lo que querían saber de a uno y por ratos rondaban la casa de plantas tristes y sin pájaros. La versión llegó a conocimiento del padrino de María, el compadre está enfermo, se nota la tristeza, el vecindario habla, cuenta, los rezos empiezan y terminan con enojos cuando el énfasis falta.

Alguien se anima y tímidamente con la cara vencida de vergüenza llega hasta la casa para conocer lo sabido.

Pobres de todo, de Fe, intactos.

María desarmó con sus lágrimas los sueños envueltos en sedas para atender a lo que su padre le diga que haga

Días después cuando la salud parecía volver, Miguel le pidió a su hija que lo lleve al potrero donde había alfa sembrada por los varones. El sol que salía con más fuerza por que las flores de septiembre lo reclamaban miró desde lejos cómo se trasladaban los dos. El vecindario observaba el paso de ambos, pasaron por la plaza, frente a la iglesia y por el puente colgante. Les faltaba el viejo cementerio, donde se podía ver el potrero por primera vez. Una vista hermosa y un lugar indeseado.

La primera vista marcó una sonrisa de satisfacción que permitía ver esos dientes blancos en una piel morena. Su palidez por ratos cambiaba, siguiendo camino se adentraron en terrenos llenos de alfa. Se tomó de la tranquera y supo que les enseñó lo suficiente ya que estaba bien hecha la siembra.

Su cuerpo estaba cansado después de caminar unos tres kilómetros, se tomó del brazo de su hija y caminó en silencio, saludando a las flores moradas con las palmas de su mano mientras ellas respondían con la ayuda de un viento suave que las hacia subir y bajar, cumpliendo con el ritual del saludo. No sé si esta fue la última visita pero es la que se puede contar. Es triste para María recordar esto. Con el sol de frente calentándoles la cara volvieron a la casa.

Un mes más tarde la muerte pasaría por su casa a cobrar lo que le pertenecía, justo cuando la floración empezaba se fue la vida de Miguel que dejó nueve hijos, una esposa, una casa y muchos amigos en una primavera cruel.

El luto duró bastante, la muerte se lleva el único ingreso de la casa. Los hijos mayores asisten a su madre, la visitan; el hambre no llega a ser la moneda corriente en una casa que sabia de trabajo, unos van a los potreros a trabajar María realiza costuras, Doña Ramona a los cigarros de chala, un mercado de a pie. Se vendía casa por casa, con atados de a diez y alguno con aniz de regalo para perfumar la boca. Así con la siembra y cosecha del potrero se pagaba cada vez que se podía la libreta abultada del turco del pueblo. De nariz pronunciada y en un español poco entendible, el sirio recibía los pagos que la familia hacia, cuando podía.

Desde pantalones cortos que María hacía para los jugadores del club, las papas que sembraban, el tabaco cosechado, o algún dinero que le pudieran dar y siempre esperando que llegue la pensión, que los ayude a salir de esa temporal pobreza.

Con el tiempo justo, llegó la tan esperada pensión y en medio de tantos problemas, alguna solución tenía que venir.

Los hijos mayores vivían en la ciudad, tenían trabajo, familias y sueños.

Las cosas marchaban bien durante los años siguientes, hasta que un día uno de los hijos mayores se presentó a su madre y le pidió que María le acompañe a quedarse con sus hijos porque su matrimonio se terminó. La respuesta fue inmediata y se trasladó María, Ramona y los hermanos menores ya no tan niños, a vivir en la ciudad. Qué destino el de ella, ir donde hacía falta y servir donde sea útil, casi imposible de negarse.

Ya en la ciudad vivirían todos juntos de nuevo en una misma casa y juntos buscando sacar la pobreza a un costado, sin que ésta se dé cuenta. Los días de María tendrían poca felicidad para ella, personas felices pero para ella insignificante su deseo de tener una familia propia, la alejaba esto de atender al que lo requiera, no la dejaban descansar su madre absorbente, su hermano desconcertado y ella siempre con los hombros caídos, solo suplicando algo de paz para descansar.

Las jóvenes de su edad sabían que la felicidad venia acompañada de un amor lo más romántico que se pueda imaginar y para ella nada.

Lo que sigue a la primavera es el verano, y eso reconfortaba a María, la vuelta a su casa en el campo donde ella vivió feliz en su medio, le daba la oportunidad de visitar amigas, de ser madrina, de ir a su iglesia, a la misa dominical y compartir tardes en el río, en la sombra juntando plantas para la casa. Ese lugar tenía la magia de dar a los que concurrían grados de salud, su mente descansaba. Las lluvias de verano le mojaban la cara con frecuencia cuando venía una tormenta, pasando la lengua alrededor de la boca, podía tomar el agua que caía de su pelo negro y refrescaban su alma blanca. También las lluvias traían miedo en los más chicos que se aferraban a su pollera recta y siempre por debajo de la rodilla. Un fuerte abrazo alejaba el miedo y una corta historia o un rezo dejaban el de lado el protagonismo del chaparrón.

Quien siembra cosecha, dice el dicho y nadie que se fijara en otro de la manera que ella lo hacía, podía esperar que la suerte le sea adversa, “cosecharás tu siembra “es su destino, tanto amor repartido a montones, no podía dejar de ser correspondido por los beneficiarios.

Tanto ir y venir y no darse cuenta como el chofer del colectivo miraba su delgada figura, su pelo negro, sus dientes afectados por los remedios de su infancia, cuando

estaba enferma. ¿O si lo vio? Tal vez Doña Ramona le advirtió que no mire, sólo ella sabe eso.

Los permisos controlados y cubiertos por sus hermanas para ver al chofer en escondidas que su madre sabía y como entendía de tiempos de cortejos, los limitaba más terminarían con una visita inesperada al lugar de cita, con una amenaza que sólo si se quería casar, se acerque a su hija y vaya por la puerta de la casa, si era decente su intención. Y así fue, llegó de tarde y con regalos para los sobrinos, la madre y sonrisas para los hermanos que poco les gustaban las visitas. La visitó el amor unos meses o unos años, quien sabe.

Un día con tristeza resignó sus sentimientos, sin que se pueda contar, nada se sabía del chofer que solía esperar en la puerta, debajo del jazmín de noche, no están más sus huellas de zapatos, la doña se encargó de borrarlas ya que no era santo de su devoción y difícil alguno lo sea. Cómo contar el desamor de alguien que solo vive en él. Cómo se cuenta, no sé.

La casa de la ciudad cambió el jazmín se fue, los niños crecieron y se fueron a seguir la vida. Ella guarda en su mano las dos últimas caricias de hombre, la de su padre y la de su pretendido. Es lo más cerca que se permitió estar entre hombres.

Para María los años pasan, los números suben del tres al cuatro y del cuatro al cinco y llegan al seis. Y así se fue quedando sola con ella misma, su madre envejeció, requería más atención y la fueron olvidando, la omitieron. Primero se fue su madre, después su hermanos mayor, dejando los hijos a su cuidado, se quedó sola durante los veranos con sobrinos que le entregaban su compañía, como se hace con quien está en una casa para servirte. Sola, María se aferró a Dios como todos los días de su vida pero con más fuerza, suplicando llegar hasta donde él quiera. Los días pasan para ella y en sus recuerdos siempre está la lluvia de su bautismo, cuando el agua le cayó en la cara, esperando el afecto que le llevan las visitas de seres que en su inmensidad son diminutos. Y esperando que le caiga nuevamente el agua fresca del último verano.

Carrizo Gustavo Adolfo

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